América Libre, N° 2, 1994

Pensamiento Crítico Latinoamericano,

Pasos 

 

    1.- Cuestiones conceptuales e históricas. Politicismo e historia.

    La categoría revolución acepta casi inmediatamente, en particular en América Latina, una desviación o asociación politicista[2]. Mediante este sesgo, lo revolucionario se focalizaría en la conquista del poder político, usualmente reducido al dispositivo estatal, con el fin de realizar cambios sustanciales en la esfera socioeconómica y en el ordenamiento jurídico-constitucional. Esta desviación politicista se constituye por medio de una operación básica: la escisión entre la sociedad civil y la sociedad política y la superioridad (moral y operativa) de la segunda sobre la primera. Lo revolucionario se determinaría, entonces, mediante una práctica de asalto y destrucción de algunos aparatos del Estado, o de todos ellos, por parte de los actores políticos revolucionarios (partidos, facciones, organizaciones político-militares). Se produce así una identificación entre el acto de apropiación y destrucción (súbita y violenta o gradual e institucional) de las instituciones políticas, y la revolución. Es fácil percibir esta identificación reductiva en la decantación de la simbología revolucionaria: la Revolución Cubana, por ejemplo, se celebra el 26 de julio, día del asalto al Cuartel Moncada (1953), y la revolución popular nicaragüense, con dirección sandinista, el 19 de julio, fecha del ingreso de las columnas guerrilleras a Managua (1979).

    Por oposición a esta reducción y fijación politicista podemos pensar y decir la revolución como un proceso histórico-social con fases y direcciones prácticas diferenciadas. En lo que se refiere a las etapas, el concepto debería expresar las tareas complejas y morosas de la acumulación de fuerza social y política y de determinación o decantación de actores, acumulación que posibilita la fase más concentrada, y en la experiencia latinoamericana siempre sangrienta, de asalto o ingreso a los dispositivos políticos de poder y, también, la fase de constitución y gestación institucional del nuevo orden, de la nueva calidad de vida. En cuanto a las direcciones o sentidos, la categoría de revolución tendría que indicar tanto su articulación constructiva y destructiva con las diversas lógicas e instituciones sociales, su interpenetración “hacia afuera”, por decirlo así, como su carácter de proceso social en el que se constituyen y autoconfiguran, desde identificaciones que se rechazan y combaten, identidades revolucionarias, la autotransformación cualitativa de los actores y sujetos revolucionarios: la anticipación de la utopía revolucionaria en los comportamientos personales y organizacionales. Vista así, la categoría político-filosófica de revolución resulta impensable e indecible fuera de su relación con un proceso de transformación radical de toda la calidad de la vida o existencia. ‘Revolución’ contiene y proyecta una intensidad cualitativa. Una pasión.

    La diferencia, por consiguiente, entre la imagen de revolución” propuesta por las diversas desviaciones politicistas y su concepto histórico o sociohistórico --sin duda una categoría del mundo moderno-- está en que la primera enfatiza, nuclea y reduce lo revolucionario a la práctica o arte (ejercicio) de la toma del poder, mientras que el segundo se concentra en y expresa las prácticas plurales y complejas que configuran la capacidad sociohistórica, subjetiva, objetiva y sujetiva, de los actores y fuerzas sociales que se disponen a ejercer un nuevo tipo de poder para lo cual dan testimonio con su acción liberadora de la posibilidad de transformar el carácter del poder[3].

    1.1.- Revolución y constitución de sujetos

    Que la revolución, que se configura como una práctica fundamental constante, según se determinó, pueda ser asimismo una categoría del pensar que intenta comprender intensamente lo real/social latinoamericano, supone que forma parte de un discurso, es decir que significa sólo en relación (trama) con otros conceptos y categorías. Estrictamente, revolución debe asociarse, en primer término, con liberación y emancipación[4]. Liberación y emancipación, a su vez, remiten a procesos de autoencuentro social, de acompañamiento, de independencia, de autodeterminación y autoestima, y de proyección de estas figuras, o sea a la configuración de sujetos. “Liberarse” consiste en ir ganando, cada vez e histórica y socialmente, la condición, o más literariamente, la estatura, de sujeto. ‘Sujeto’ es quien es capaz, o se ha puesto en condiciones, de dar sentido propio a sus acciones, de imprimirles su carácter y, por ello, de reapropiarse de sus efectos. Las revoluciones populares se hacen por sujetos, para que todos sean sujetos. Por ello, se hacen contra lo que niega esa posibilidad de sujetivación particular y genérica.

    Desde luego, lo que niegue específicamente la condición de sujeto a los seres humanos como individuos y a los diferentes sectores sociales pueden ser otros actores[5] sociales, identificaciones sociales y psicológicas, lógicas e instituciones, estructuras y situaciones en articulaciones diversas y complejas. Dicho técnicamente, se trata de los actores, lógicas, instituciones y estructuras de la dominación, es decir del antiguo imperio o régimen tradicional al que los protagonistas revolucionarios buscan transformar cualitativamente. Socialmente lo revolucionario consiste en la configuración de sujetos colectivos cuya actuación o testimonio de denuncia y transformación radical pone de relieve los distintos aspectos irritantes, deteriorados, degradados o inviables de un determinado aunque complejo sistema de dominación. La actuación o incidencia revolucionaria supone una raíz social, procedimientos funcionales, o sea ligados a su eficacia, de organización, la consecución de identidad mediante la determinación de obstáculos y enemigos, y una utopía o varias. Obviamente, lo revolucionario comprende aquí rebeldías, oposiciones, resistencias, combates y en especial un testimonio de autoconstrucción de dignidad humana fundamental y específica (la de campesino, por ejemplo) material y espiritualmente negadas por la dominación o imperios.

    1.2.- Revolución, restauración, praxis revolucionaria

    Históricamente, “revolución” ha sido acuñado por el pensamiento político moderno bajo dos referencias básicas: en el siglo XVII se usa inicialmente el término para indicar un retorno a un estado de cosas justo cuyo orden había sido trastornado por el mal gobierno de las autoridades. Todavía en 1776, por ejemplo, los revolucionarios de lo que llegaría a ser Estados Unidos reclamaron su derecho a constituir un nuevo gobierno (to instituye a new Government) que eliminara los abusos del gobierno colonial inglés. ‘Revolución’ puede asociarse, así, con restauración. En el siglo XVIII, el iluminismo francés y el despliegue de la Revolución Francesa facilitan la ruptura con esta asociación al enfatizar que la revolución consiste en la creación humana de un Nuevo Orden, más racional o enteramente racional, cuya constitución exige romper con la tradición[6]. La revolución no es ya un mero retornar a lo justo, sino que encierra la promesa y la posibilidad de construir un futuro mejor. Socialmente, la revolución pasa a ser una aspiración y una práctica necesaria, pero no forzosa, de los explotados, discriminados y ofendidos. La valoración de la revolución se sostiene desde entonces en el reconocimiento de que el cambio es el impulso dominante del proceso histórico y que él puede ser inducido por los seres humanos para su prosperidad o beneficio. Lo revolucionario se vive ligado al desarrollo y al progreso, a la emancipación y a la liberación. Dicho brevemente, la pobreza y la sujeción, y la enajenación que se vincula con ellas, son discernidos no como naturales sino como sociohistóricamente producidos y, por ello, como políticamente transformables. El empobrecido, bajo la ideologización del ‘pobre’ ya no puede ser objeto de caridad, asco o desdén, es un sujeto ominoso, signo de un sistema político que emerge alternativo y superior.

    En esta última línea de pensamiento se ubica el aporte del marxismo original. Para Marx y Engels, la práctica revolucionaria forma parte de la crítica del orden general existente. El “arma de la crítica” se interpenetra con la “crítica de las armas”[7]. La materialización de la crítica como praxis revolucionaria[8] y como acción política demanda un protagonista sociohistórico, la clase obrera, en su conceptuación del siglo XIX[9], y una valoración de la historia como proceso de producciones y apropiaciones realizadas por seres humanos bajo condiciones materiales y de conocimiento, objetivas y subjetivas, que nunca dominan enteramente. Es este último aspecto el que hace que la noción de ‘revolución’ en Marx y Engels posea un doble alcance: ella indica la conflictividad y necesidad del cambio radical inherente a los momentos económicos, civilizadores y políticos tomados conjuntamente, y es en este conjunto o totalidad que se expresa la determinación matricial de la economía[10], y designa, asimismo, la más especifica y condensada revolución política. Así, en ellos, ‘revolución determina tanto una necesidad/posibilidad de la historia o de las formaciones sociales, como un accionar específico de algunos de sus actores humanos. Para el caso de la organización capitalista de la existencia, el productor alienado y frustrado, privado de la riqueza social que crea y hostilizado por ella, es el sujeto de la revolución entendida como un proceso que permite dar pleno despliegue a las potencialidades creativas del ser humano, capacidades posibilitadas y bloqueadas en el mismo movimiento por la organización mercantil y orientada al lucro de la existencia. Plenitud histórico/social de cada ser humano y despliegue abierto de la Humanidad, libertad y goce universales, en crecimiento, es el horizonte que potencia la categoría de revolución social y civilizatoria contra el capitalismo en Marx/Engels. La alternativa de la revolución es, en cambio, el colapso de la humanidad. Por ello, el único camino viable ante la organización capitalista de la existencia es la práctica revolucionaria, tanto como discernimiento y transformación de sus formas fundamentales y matriciales (cultura alternativa, praxis), como en su más restringida acepción de acción política.

    1.3.- Introducción a la revolución en América Latina

    El marxismo posterior, especialmente el marxismo/leninismo procedente de la Revolución Rusa (1917), desplazo la articulación original entre praxis revolucionaria (cultura alternativa) y acción política revolucionaria, y enfatizó o un cientificismo, derivado de la necesidad (obligatoriedad) de una matriz economicista (conflicto objetivo entre fuerzas productivas y relaciones de producción), o un voluntarismo y oportunismo geopolíticamente determinados por las vicisitudes de la sobrevivencia y estabilidad de la URSS, presentados e impuestos como ‘ciencia’ de la vanguardia revolucionaria. La revolución se alejó así del dominio de los explotados, sufrientes y discriminados y pasó a ser una cuestión ‘científica’ y técnica resuelta por la Organización revolucionaria y alimentada por una Filosofía de la Historia y una ideología cientificista.

    Es bajo esta forma ideologizada y tecnocrática que la categoría de revolución, de inspiración marxista, llega a América Latina e influencia, ya para combatirla, ya para asumirla, a sus actores políticos. Desde esta perspectiva la práctica de la revolución se vincula indefectiblemente al internacionalismo proletario, a la solidaridad geopolítica con la Unión Soviética, a la ideología ‘científica’ del marxismo/leninismo, a la forzosa superioridad del socialismo ante el capitalismo (el primero expresaría el único ‘sentido’ de la Historia), a la insurrección de masas[11] y a la dictadura del proletariado. Al interior de este dispositivo ideológico/técnico, la tesis de la inviabilidad humana de la organización capitalista de la existencia, fundamental para el marxismo del siglo XIX, desaparece. El cambio más significativo dentro de esta reductiva e impuesta concepción global se produce cuando el XX Congreso del Partido Comunista de la URSS (1956) aprueba las tesis que fijan las condiciones de un tránsito “pacífico” al socialismo. Aunque el calificativo “pacífico” es inadecuado --al no existir un nombre óptimo el más apropiado podría ser el de “tránsito institucional”-- y a que la propuesta se orientaba hacia la realidad electoral de países europeos como Francia e Italia, los partidos comunistas ortodoxos latinoamericanos y otras organizaciones asumen como propias las tareas de la ‘vía pacífica’. En 1970, una coalición electoral y programática de partidos, bajo el nombre de Unidad Popular, logra la presidencia en Chile e inicia desde allí la que será la única puesta a prueba histórica de la vía socialista revolucionaria institucional. El proceso, internamente deteriorado y geopolíticamente indefenso, será destruido en 1973 mediante un golpe de las Fuerzas Armadas que inaugurará una dictadura empresarial/militar.

    En América Latina existe, asimismo, otra tradición revolucionaria gestada con independencia del pensamiento marxista y socialista pero que se aproximará y asociará a su sensibilidad durante el siglo XX. Históricamente, su comienzo puede ubicarse en la Revolución Haitiana (1791-1803), primera revolución de esclavos triunfantes que se constituyen como una República de seres humanos libres, aunque sus antecedentes se encuentran en la resistencia y lucha de los pueblos indígenas contra la Conquista[12] y en las luchas por su liberación de los afroamericanos en el subcontinente (movimientos de cimarrones, de los que existe constancia histórica desde 1519). Los hitos históricos más importantes de esta tradición son la ya referida Revolución Haitiana, la frustrada Revolución Mexicana (1910-1920), la Revolución Cubana (1953 hasta hoy) y la Rrevolución Popular Nicaragüense (1961 hasta 1989). En esta vertiente de la tradición revolucionaria latinoamericana el protagonismo de la clase obrera, propio del marxismo europeo original, aparece o desplazado o enriquecido por la significación que en ella alcanzan los diversos segmentos populares. Los esclavos afroamericanos caribeños que se movilizan contra el colonialismo francés, la explotación y el racismo, y por su dignidad de seres humanos libres, no son obreros, pero su revolución busca una transformación global cualitativa de sus condiciones de existencia social y personal e incluso materializa un internacionalismo emancipador. Tampoco son obreros ni socialistas los campesinos de Morelos que, con Zapata a la cabeza, demandaron la revolución agraria en el sur de México y constituyeron la fuerza y el frente popular más significativo de la Revolución Mexicana, ni era obrera industrial la base social de la División del Norte del general Villa, ni eran proletarios los mayos y yaquis, pueblos profundos, que se incorporan tenazmente a la revolución, ni los estudiantes que con consignas nacionalistas y antidictatoriales inflamaron las calles de las ciudades mexicanas. El movimiento obrero mexicano no es una fuerza potenciadora central de la Revolución Mexicana, aunque participó en ella, sino que más bien resultó potenciado por las demandas y la movilización de otros sectores populares. Es en esta tradición social, popular, agraria, étnica, generacional, nacional y latinoamericana, que se inscribe y a la que condensa como su más alta expresión el hecho cultural de la Revolución Cubana:

    Esta epopeya que tenemos delante la van a escribir las masas hambrientas de indios, de campesinos sin tierra, de obreros explotados, la van a escribir las masas progresistas; los intelectuales honestos y brillantes que tanto abundan en nuestras sufridas tierras de América Latina; lucha de masas y de ideas; epopeya que llevarán adelante nuestros pueblos maltratados y despreciados por el imperialismo nuestros pueblos desconocidos hasta hoy, que ya empiezan a quitarle el sueño. Nos consideraba rebaño impotente y sumiso; y ya se empieza a asustar de ese rebaño; rebaño gigante de doscientos millones de latinoamericanos en los que advierte ya a sus sepultureros el capital monopolista yanqui.[13]

    Este fragmento de lo que fue entonces y para esta perspectiva el programa de la revolución latinoamericana nos pone en relación con sus caracteres de automovilización popular desde sentimientos y conceptos de dolor y de dignidad sociales (espiritualidad popular), su articulación con el socialismo y su determinación antiimperialista, continental[14]. La vinculación de los caracteres popular, nacional y democrático de la lucha revolucionaria con el socialismo permitirá también su confluencia con el marxismo apreciado, más que como una teoría, como la sensibilidad contemporánea fundamental de la revolución.[15]

    En la medida que el proceso revolucionario cubano resulta un proceso exitoso, se hace posible, para el pensar latinoamericano de liberación, una revitalización y un reencuentro con el pueblo como ámbito práxico efectivo y fundador de lo socio/político, de lo ético y de la cultura. Este pueblo político ya no será la masa leal y manipulable de los populismos históricos, como el justicialismo argentino o el cardenismo mexicano, ni la base de masas de la vanguardia del marxismo/leninismo histórico, sino la movilización articulada de diversos sectores sociales que, desde su dolor social, sueños y utopías, y procedimientos de resistencia y lucha plurales, se organizan y orientan hacia la transformación radical de las situaciones de enajenación, discriminación, opresión y muerte. Lo revolucionario se liga así con la creación de tejido social alternativo, con la interpenetración de lo cotidiano y lo político, con la configuración de identidades (que incluyen la memoria histórica bloqueada y pervertida por la dominación) sociales efectivas y también con la resistencia solidaria ante la destructividad del fundamentalismo del mercado y la globalización geopolíticamente inducida. La meta aparente de la revolución: la toma del poder, resulta desplazada y subordinada por un tema político fundamental que había sido opacado por la tradición politicista dominante: la cuestión del carácter del poder, es decir cómo se gesta y qué funciones cumple socialmente, cómo se institucionaliza y cuáles son sus lógicas y sentidos. En esta percepción/valoración pueden adquirir significación revolucionaria plena las diversas formas de resistencia y lucha de las mujeres con teoría de género, de las naciones originarias o pueblos profundos de América Latina, de los afroamericanos, de los jóvenes, de los campesinos, de los creyentes religiosos antiidolátricos, de los obreros y pobladores y, también, los esfuerzos de sobrevivencia de los excluidos, informales y minusválidos. La liberación resulta ser muchos procesos articulados y jerarquizados social e históricamente, un despliegue complejo de constitución tentativa (tensional, con desgarramientos) de sujetos plenos. La revolución se configura no como imposible o indeseable, como quieren imaginarla los políticos oficiales y sus trabajadores intelectuales que proclaman el final de la Historia, sino como una tarea necesaria y urgente de los muchos y distintos que aspiran a y buscan una sociedad en la que todos puedan ser sin discriminación y se empoderen hacia su plenitud. No es el menor de los méritos de esta concepción presente, pero todavía insuficientemente pensada, el ser, por su forma y gestión, particularizada y plural, pero por su contenido genérico o proyección positivamente universal. La práctica y el pensar de la revolución llega a ser así la necesidad de materializar mediante procesos de autodignificación y oferta la solidaridad entre todos mediante procesos gestados desde quienes sufren en todo el mundo las injusticias actuales y lo saben[16].