Revista de Teología Siwö,

Universidad Nacional,

Costa Rica, noviembre 2008.

 

    Antecedentes

    En principio se podría pensar que en América Latina el “problema de Dios” debería interesar exclusiva o principalmente a los creyentes religiosos, sean o no parte de alguna institución clerical o de una comunidad centrada en la fe religiosa. Por supuesto, se trata de un estereotipo cómodo. El ‘problema de Dios’, que es obviamente un problema de los seres humanos y de las relaciones sociales que los constituyen, es en este subcontinente básicamente una cuestión política y por ello existencial y no un asunto primariamente religioso, académico-teológico o clerical. No tiene demasiada importancia si este fenómeno o posicionamiento se repite en otros espacios geográficos y geopolíticos. Interesa en este texto breve el ‘problema de Dios’ desde América Latina, según indica la convocatoria.

    La convocatoria para el número monográfico reza: “El problema de Dios desde América Latina”. Desde luego, resulta indescifrable para los seres humanos el que ‘Dios’ tenga problemas y cuál sería el carácter de ellos. La convocatoria nos dice que a la existencia de los latinoamericanos, que es un ‘efecto’ de su organización social, la presencia o ausencia de Dios les causa, o debería causar, problemas. Dios, como el Alf de la televisión, no tiene ningún problema. Su existencia o inexistencia problematiza la política vivencia (¿humana?, ¿social?, ¿económica?, ¿cultural?, ¿ideológica?, ¿clerical?, etc.) de los latinoamericanos. ¿Por qué ‘política’? Pues porque no hay de otra.

    Sin embargo, presentada así la convocatoria, salta también a la vista que, el “… desde América Latina” es una abstracción. Nadie es o existe ‘desde América Latina’. ‘América Latina’ es un nombre propio que designa un subcontinente y a quienes habitan principalmente en él, o, más flojamente, han nacido en la región aunque hayan emigrado en algún momento a otros sitios. Esta ‘América Latina’ se constituye mediante tramas sociales, nacionales e internacionales, en las que se expresan posicionamientos personales y grupales específicos (muchas veces conflictivos), propios de historias sociales diversas e incluso paralelas que incluyen distintas maneras de estar en el mundo, de sentirlo, pensarlo e imaginarlo y, por supuesto, distintas maneras de ‘estar en algún Dios’ (o no estarlo del todo), pensarlo e imaginarlo, y de problematizar la existencia personal/social con referencia a él (o Ella o Él). Una observación trivial dirá que un pequeño campesino endeudado y que ha perdido su cosecha no imagina ni siente a su Dios de la misma manera que lo imagina y siente el gerente del Banco que, después de la noche en que ambos oran (el banquero probablemente solo, el campesino con su familia), pedirá a un funcionario judicial proceda a ejecutar la hipoteca con lo que el campesino perderá todo lo que ha tenido sentido para su existencia.

    Banquero y campesino viven subjetiva y socialmente dioses distintos porque coexisten en una única diferenciada trama social, pero la viven desde posiciones diversas, encontradas, conflictivas. Si llegan por azar a coincidir en un templo, celebran liturgias paralelas. Aunque se toquen, ‘para darse la paz’, están en guerra. En esta región no se conoce de ningún Dios (o mejor, de ninguna Iglesia) que se esfuerce por resolver, para bien e integración subjetiva de ambos, esta guerra. Y es probable que la voluntad de paz sin desagregación esté en la mayoría de los corazones.

    Si puede decirse esto de un campesino empobrecido y endeudado, pero mestizo o ‘blanco’, es de imaginar qué se dirá de un rural aymara, arahuac o maya-quiché. O, todavía más lejos, de sus mujeres.

    Mencionar los pueblos profundos de América Latina y el mundo campesino sirve para precisar que en este trabajo sólo se hablará de una América Latina de cristianos católicos, la iglesia más numerosa del subcontinente. Los pueblos profundos y los afrolatinoamericanos, viviendo en comunidad, suelen poseer otra estimación acerca de la divinidad y de la incidencia que ella, o ellas, posee sobre el sentido y apropiación de sus existencias. Como los judíos. Son otras creencias y vivencias, pero el Dios de los católicos, al menos en América Latina, puede alcanzar a quienes portan esas otras vivencias. Y lo hace, normalmente, con el hostil poder de un rayo. Pero no se trata de Dios, sino de su versión clerical católica jerárquica.

    Que el ‘problema de Dios’ sea en América Latina una cuestión primariamente política y no religiosa, teológica o clerical, se sigue básicamente de dos procesos sociohistóricos. La Conquista y Colonia ibéricas del subcontinente y de muchas islas del Caribe tuvo características militares-culturales y clericales, una de las formas institucionales de la religiosidad. Es decir, fue inextricablemente político-religiosa. Con los españoles y portugueses llegó a lo que es hoy América Latina el Único Dios Verdadero, su Furia, y su Única Iglesia. Este Dios “verdadero” es factor central de la constitución de América Latina, de sus pueblos y familias, de sus identificaciones y sensibilidades, de sus imaginarios. Nutre sus esperanzas, desalientos, miedos y gratificaciones. En verdad, no se trata de Dios, sino del aparato clerical institucional que lo representa y administra. Si a un conquistador del siglo XVI le hubiesen preguntado: ¿qué Dios sostiene tu espada?, su accionar, no su boca, habría contestado: uno que odia, persigue, desagrega, enferma, acecha, codicia, roba, viola y mata. Su lengua, en cambio, habría modulado, sin mentir: “El único Dios verdadero”.

    Hoy ya no se vive, o no debería vivirse, en el subcontinente la conquista ni  la colonia ibero-católicas. Pero la clericalidad viajó para quedarse y no solo en la institucionalidad de la región, sino especialmente en las subjetividades de los más humildes y, también, como aparatosa creencia efectiva o fingida en los estratos poderosos y opulentos de estas formaciones sociales que, al decir de economistas y sociólogos, son las que, en el mundo habitado por humanos (muchos de ellos creyentes religiosos), peor distribuyen la riqueza que producen. Mucho o todo para pocos. Nada o insuficiente para los demás, la chusma, la canalla, los trabajadores, los peones rurales, los “huachos”. En el siglo XXI existen leyes laborales en toda América Latina. Y Ministerios del Trabajo. Pero estos últimos carecen de financiamiento para vigilar y sancionar abusos y la legislación no se cumple. Como repiten algunos “académicos” católicos, “el buen trabajador se defiende solo”, no necesita ni de sindicatos ni de leyes laborales. El subcontinente sigue ofreciendo, ahora al capital global, fuerza de trabajo barata, empobrecida, discriminada, exhausta, muchas veces bruta, victimizable. ¿En cuál Dios creerán las obreras de la maquila que se extiende por toda América Central y destaca trágicamente en Ciudad Juárez, México? ¿Qué divinidad no pudo proteger a esas mujeres de Ciudad Juárez ni física ni subjetivamente cuando fueron atacadas, aterrorizadas, violadas, destazadas y arrojados sus cadáveres a basureros como alegoría de su condición femenina? ¿Y cuál divinidad asegura la impunidad de sus violadores y asesinos? ¿Cómo vive este Dios, cómo coexiste, en el ‘alma’, en la subjetividad, de esos criminales? ¿Y cómo se introdujo en ellas? ¿Los criminales le ofrecen a este Dios sus víctimas como homenaje ritual? ¿Se satisface su Dios con esos sacrificios? ¿Los requiere? Si los criminales son mexicanos, tienen influencia católica y quizás vayan regularmente a las liturgias y consuman con avidez los sacramentos. Bebieron el ‘cristianismo’ o el catolicismo del seno de sus madres, en la existencia del barrio, en las reuniones de vecinos del salón parroquial. En los medios masivos. Los nutre una historia. A fin de cuentas, a su Dios, o sea a su iglesia, no pareció importarle los millones de indígenas perseguidos, saqueados y asesinados durante la Conquista, o apaleados, despojados, relegados y liquidados durante la Colonia. ¿Por qué se habría de interesar en mil o dos mil mujeres pobres, obreras, migrantes, solas, convocadoras por naturaleza, es decir por el pecado, de violencia justa? La violencia justa es la ejercida desde la autoridad o el poder. En Ciudad Juárez la policía es mayoritariamente católica, los jueces son católicos, la autoridad política es católica, la propiedad es católica. La ciudad es católica. Las víctimas con seguridad también lo son. Cierto, las víctimas son empobrecidas e insignificantes, excepto para sí mismas y tal vez para sus familias. En el mundo católico, a diferencia del espíritu de los evangelios, existe espacio y función para los insignificantes. Ellos atraen la violencia ‘justa’. E impune.

    Reiterémoslo, para exasperar. ¿En cual Dios creen estos criminales ejecutores de Ciudad Juárez? ¿Se valoran instrumento de la ira de Dios? ¿O del todo no tienen culturalmente divinidad ninguna aunque se hayan bautizado?

    La observación sobre la dramática situación de sexo-género, ciudadana y humana de la mexicana Ciudad Juárez busca remarcar una continuidad. El clericalismo cristiano católico no solo estuvo (con conflictos internos, ‘menores’ por su baja incidencia) en la constitución de las actuales sociedades latinoamericanas, sino que su ‘espiritualidad’, inevitablemente vinculada con la atribución de características para Dios, con una antropología y con un posicionamiento sobre el carácter de la sociabilidad humana, se ha prolongado como factor del sistema de poder y de su reproducción hasta el día de hoy. Este es el segundo elemento y proceso, el de la continuidad del peso político-cultural de la iglesia católica en el subcontinente, que hace del “problema de Dios” en ‘América Latina’ una cuestión centralmente política y no directamente clerical/institucional, religiosa o académico/teológica.

    Alguien dirá: pero la iglesia institucional de hoy no participa en política, no se alía con partido alguno, da orientaciones morales, es guía ética. ¿No es claro que existe separación entre Iglesia-Estado? Solo una indicación: es un hecho que la Iglesia institucional, excepto en Costa Rica, está separada formalmente del Estado. Y es también cierto que algunos de estos Estados, como Chile, México y Uruguay, en diversos momentos de su historia, se han querido laicos y seculares. Y también, para efectos de imagen, las Conferencias Episcopales suelen mostrar ‘independencia’ de los partidos y, en menor medida, de los gobiernos (por ejemplo, en México, la jerarquía clerical católica y los fieles conservadores fueron y son panistas y apoyaron (y se beneficiaron de ese apoyo) a Fox y apoyan a Calderón y maldicen a López Obrador. Pero, para los efectos del punto conceptual, esta discusión específica (que habría que analizar lugar por lugar: por ejemplo, la Conferencia Episcopal de Haití recomendó al primer Aristide (1990-91) abandonar su pretensión de ser presidente por ser ‘inconveniente para el país’. El cardenal Obando y Bravo, de Nicaragua, lideró la oposición armada e institucional contra el gobierno sandinista de la década de los ochenta. El arzobispo Óscar Arnulfo Romero se pronunció, en el marco de una guerra revolucionaria, a favor del Farabundo Martí para la Liberación Nacional y llamó al ejército oficial a abandonar la lucha; y se podrían mencionar muchos otros casos) puede regalarse puesto que de lo aquí se habla no es de opciones partidistas sino de la continuidad del peso político-cultural de la religiosidad católica en América Latina.

    Esta continuidad, traducida como la persistencia de un Dios único, amerita al menos una explicación antecedente, aunque esquemática.

    Los sistemas sociales son producidos y quienes los producen (seres humanos e instituciones) aspiran o desean que ese sistema se reproduzca. La razón central es que lo ven conveniente, no importa por qué. La reproducción (que puede contener, en su doble alcance de portar y limitar, el cambio social) es tarea específica del aparato (subsistema, en realidad) político de ese sistema social materializado en una sociedad o formación social. La reproducción política de una formación social moderna (y las sociedades latinoamericanas pretenden serlo) tiene como eje al Estado, un aparato complejo de poder institucional que comprende el sistema jurídico, la expresión humana formal/abstracta de ese cuerpo legal o ciudadanía, un cuerpo de funcionarios o burócratas de cuya eficiencia y eficacia depende el funcionamiento adecuado del sistema, el régimen de gobierno y su organización, y los aparatos de socialización inducida, o de aculturación o legitimación subjetivas. Las funciones elementales del Estado, en tanto tendencias, serían asegurar el sistema de propiedad y el carácter de la existencia de los ciudadanos (Economía Política), ejercer control sobre la población y el territorio que se supone (de derecho) son competencia de ese Estado (capacidad jurisdiccional y coacción y coerción social legítimos), garantizar la continuidad histórica de la formación social (carácter nacional, antiinsurgente y soberano del Estado) y potenciar identificaciones ciudadano-sociales nacionales (constituir nación cultural) que favorezcan un  emprendimiento común.

    En términos escuetos, el Estado contempla funciones/tareas de fuerza y de convencimiento, o de castigo y hegemonía, y de constitución de identificaciones sociales y humanas. Estas funciones resultan necesarias en las sociedades modernas cuya producción/constitución demanda ideológicamente individuos libres tanto para emplearse y ser empleados, como para trabajar empresarialmente, enamorarse o votar por el candidato de sus preferencias o de una determinada manera en el reality show de moda. La estética del reality show (espectáculo producido que desplaza la realidad presentándose como tal) es propia de las formaciones sociales modernas. Ningún Estado moderno puede funcionar solo mediante la fuerza. La caída en su productividad lo tornaría económicamente ruinoso. Y los Estados modernos sostienen una existencia determinada por los ‘buenos negocios’. Tampoco un Estado puede funcionar suavemente mediante solo la persuasión sin represión. La población violaría las normas y tendería a la anomia o el fenómeno atraería la intervención de otros Estados por su vulnerabilidad interna. Luego, resultan necesarias tanto la coacción como la hegemonía. Pero no se trata de dimensiones enteramente distintas, de acciones e instituciones completamente separadas.
 
    Lo anterior quiere decir que fuerza legal externa y hegemonía se entrelazan como una sola fuerza para conseguir la reproducción del ‘ordensocial. Ya señalamos que el aparato clerical (su sensibilidad e institucionalidad) cristiano-católico fue factor constitutivo de las formaciones sociales latinoamericanas (Conquista, Colonia). Pero también han sido parte sustancial de la tradición (sensibilidad) cultural y con ello, de los imaginarios y producción simbólica en el subcontinente. La sensibilidad (y las prácticas) cristianos-católicas han sido eje de la continuidad estatal (es decir del ‘orden’ de cosas) en América y también factor de peso en la producción y atribución de identificaciones inerciales sectoriales e individuales en la población. El aparato clerical es el Estado, pero existiendo dentro de la gente (o de la mayor parte de ella) como parte de su naturaleza, en forma parecida a la lógica del 'orden' jurídico. De aquí que la gente se confiese cristiana, mayoritariamente católica, y, cuando no lo hace, deba aceptar ser interpelada, o interpelarse a sí misma, en relación con ese cristianismo-católico que también constituye el ‘orden’ objetivo-subjetivo de las cosas en América Latina.

    El punto sería enteramente escolar y prescindible si no fuese porque el Estado en América Latina nunca ha funcionado como debería ‘idealmente’ funcionar (1), particularmente en su función de hegemonía. El ‘mercado’ latinoamericano, cuya lógica capitalista debería potenciar el civismo de una sociedad civil propietarista, monetaria, emprendedora y comercial, es también precario por señorial y, lejos de estimular las confianzas sociales inherentes a la lógica dineraria y de los buenos negocios, estimula la rígida jerarquización social, excluye, menosprecia, engaña, simula, frustra, irrita. El resultado de estas conjunción de precariedades, en lo que aquí interesa, es que la continuidad del aparato clerical, y del Dios que lo sostiene y al que propagandiza como expresión de fe religiosa, se torna imprescindible para conjuntar a poblaciones afectadas por múltiples fracturas ya por medio del temor y la autorrepresión (Infierno y pecado), o por la ‘seguridad’ que se respira en los templos y en la continuidad de sus liturgias (comunidad de fieles, previsibilidad de lo que acontecerá dentro del templo, autoridad unilateral y vertical), o por el acompañamiento ético que la ‘verdadera’ religión concede activamente a la represión estatal policial y militar (también inevitable, incluyendo el terror de Estado, debido a las fracturas y enfrentamientos sociales) y a la dominación señorial interna, falsamente capitalista, y a los enclaves transnacionales capitalistas efectivos derivados del funcionamiento de la economía global. Si consideramos solo los doscientos años de ‘independencia’, se trata de dos siglos de predicar con éxito la naturalidad del fracaso de las poblaciones para acceder a una existencia digna, la necesidad de la humildad para comprender que el fracaso se sigue del pecado humano (el más atroz, la soberbia que lleva a la gente a organizarse y luchar para constituir y expresar su dignidad, o más cercanamente, para sentirse sujeto de su vida sexual), pecado que solo la iglesia ‘verdadera’ puede asumir y perdonar, y también la estimulante armonía de las jerarquías sociales inmutables, de la autoridad (personalizada como ‘dignataria’) de unos pocos o de uno sobre la mayoría, de la superioridad de una iglesia que “no es de este mundo”, que ofrece el consuelo de la seguridad/equilibrio terrena en la ‘fe’, y de la esperanza en el Cielo allá, lejos y aparte de la historia, que este “su” Dios concede selectivamente tanto a los humildes que no pecan o se arrepienten toda su vida de ello como a quien da limosnas de vez en cuando ‘aunque no ame’, y, sobre todo, que comparte/transfiere privilegios a un clero para que contribuya a reproducir el ‘orden social’ porque esa transferencia resulta apropiada para un mundo que no puede ser sino “un valle de lágrimas”.

    Pero la principal función del aparato clerical (y con él de Dios) en América Latina no consiste en bendecir y exculpar gobiernos, ejércitos represores, policía, latifundistas, enclaves transnacionales, sino en favorecer las condiciones para que la gente sienta que todo su dolor social se sigue del pecado laboral (no rendir al máximo al empleador, aunque la paga sea insuficiente), sexual (obtener gratificación de la energía libidinal inherente al cuerpo), de la fiesta (gratificación gratuita, sin culpa), del goce… en tanto estos últimos no han sido vigilados, corregidos y orientados por la única iglesia verdadera hacia el también único fin significativo: la salvación en el ‘otro mundo’. Las constantes apariciones de la Virgen María revelan el sentido ‘efectivo’ del goce para un funcionariocristiano católico: rezar, y mucho, el rosario. El Hijo, allá arriba, junto al Padre, escuchará. Todo estará bien. Nada hay que temer. Si el rosario se reza según instrucciones, no hay problemas. Rezarlo creativa u originalmente es dudoso o pecado. Lo importante no es rezar, sino hacerlo siguiendo instrucciones. Como se advierte, es un ‘Dios’ que apodera la reproducción, continuidad e intensificación necesaria de las dominaciones y, con ello, de las sujeciones.


   No se trata de una prédica, aunque esto se grita en todos los templos, sino de que la población, en especial la humilde, lleve esta iglesia en su corazón, en su subjetividad. Que haga de su subjetividad una iglesia interna, represiva y autoritaria, neurótica. La iglesia del pecador contrito, avergonzado, de rodillas (no se confiesa de pie), dependiente, que asume su goce no autorizado como obsceno. La identificación de quien debe siempre pedir permiso porque se sabe, y lo consiente, vigilado por la autoridad y por él mismo. Más que la prédica importa la liturgia, la lógica que trasmite el rito, la infección sugerida/impuesta por los sacramentos, signos sensibles de una sujeción interna, pétrea, eterna.

     Cuando ‘la autoridad’, el orden, solo representa los intereses de unos pocos y de quienes les ayudan a seguir siendo pocos, terminando por formar parte de ellos o siéndolo desde su inicio, una religiosidad clerical que lleve generalizadamente a la población (insurreccional e insurreccionable)a controlarse a sí misma y a avergonzarse sistemáticamente de sí para regocijarse íntimamente solo en su obediencia ‘religiosa’ al templo y su ortodoxia (valorada como fe religiosa) resulta necesaria y, estrictamente, impagable. Siguiendo el aviso de MasterCard, “no tiene precio”.


    América Latina es considerada un subcontinente católico (2). La atribución dice más de una identificación cultural de sumisión a una autoridad (y orden) trascendente (3), que de la práctica de la fe de Jesús de Nazaret. Nadie podría vincular emotiva o intelectualmente los mensajes evangélicos originales con lo que puede ver y sentir (y comprender) en el funcionamiento de las instituciones latinoamericanas y de una población que requiere un padre (macho, propietario de la vida y de la muerte, virgen, misterio) que castigue siempre, muchas veces brutalmente, para ser feliz o sentirse apropiado. La frase lema de esta curiosa identificación extendida por toda América Latina es: “Dios lo ha querido así. Él sabrá por qué lo hace”. Vale, estrictamente, para toda la vida.

    Como se ve, en América Latina, la propiedad excluyente es Dios, es decir su voluntad. El prestigio es Dios. El dinero es Dios. Los ejércitos son Dios. La Iglesia es Dios. La represión es Dios. Los únicos que no lo son, o que lo son solo si obedecen, “aunque no les hayan dado la tierra” ni tampoco puedan avisar el cielo, son las poblaciones humildes, cada empobrecido. Dios reina sobre ellos, pero Él no es chusma, rebaño, impotencia. Pecado.


   Mantener continuamente unida a esta ‘chusma’ fragmentada por múltiples invasiones, violaciones, dolores, ha sido el papel histórico tradicional y dominante de las jerarquías clericales. Hoy, tiempos de auge del mercado, la acompañan e influencian, con éxito creciente, los medios masivos comerciales. Pero los aparatos clericales, inadecuadamente identificados como instituciones de fe religiosa, siguen siendo centrales para la continuidad hegemónica de minorías excluyentes, algo o mucho estúpidas, codiciosas y solemnes en el ejercicio de una ‘autoridad’ que, en sus sueños, se autoestiman también ‘divinas’. Por estas tierras, la beatitud se alcanza por el ejercicio del menosprecio y el odio que persigue no dejar crecer o impedir, no es lo mismo, a otros en su humanidad. Una mujer costarricense, católica, forzada a demandar al Estado costarricense ante la OEA, porque una sentencia judicial prohíbe en su país la fecundación “in vitro” denuncia: “El canon aceptado en Costa Rica es que no puedes tener hijos porque algo malo hiciste, porque alguien allá arriba no lo desea. Hay que aceptar la decisión (judicial)  de que seas estéril”. (4)

    Por supuesto, lo anterior no es ‘un problema de Dios’, sino del sistema social y de quienes lo gozan/padecen.

    Como el catolicismo es una experiencia humana, también en la historia de América Latina se han dado singulares excepciones en el seno clerical y en la expresividad de la fe religiosa cristiana. Pero estas excepciones nunca han alcanzado capacidad de incidencia como para crear una cultura, subcultura o contracultura, una sensibilidad (ethos) en la que la existencia de Dios sea factor de una existencia social humana responsable pero sin culpa ni pecado y su antecedente y horizonte: la sujeción autoritaria.

    Por ello, y por otras razones que aquí no se tocarán, los católicos, es decir la mayoría de los latinoamericanos, no tienen problemas con Dios, o Dios no les causa ningún problema. La iglesia (s) que lo administra en su beneficio (la expresión es voluntariamente polisémica) les concede la seguridad de que si se ‘portan bien’, o sea si aceptan sus mutilaciones sociales con humildad, observan liturgias y las abrigan cálidamente en su corazón, como necesidades, o dan limosna aunque sea sin caridad, o con caridad ‘paralela’, políticamente incontaminada, habrán dado un seguro paso hacia el Cielo.

    En la realidad última, al clero no le interesa que sus fieles se “porten mal…” lo importante es que se sientan/sepan transgresores y liguen su transgresión con la culpa, el sobresalto y la infelicidad. Por eso confiesan. Para ser carnal, es decir sociohistóricamente, ‘puros’, individuos pre-sociales. Lo que por supuesto es no factible para los seres humanos, aunque se tratase de creaturas de Dios. Ya se ve por donde se constituyen las eternas y omnipresentes sujeción y dependencia.

    Curiosamente, los vínculos de ‘sujeción’ y ‘clientelismo’, articulaciones de dependencia, son caracteres que determinan a los Estados y gobiernos (y a los mercados locales) en América Latina. Ambos suponen y requieren una no-participación ciudadana y, en el límite, contienen al no-ciudadano, es decir a la no-persona, al insignificante y más dramáticamente, al ‘desechable’. Pero esta sensibilidad cultural antidemocrática y criminal no ha sido gestada solo y decisivamente por el sistema de organización política y sus fundamentos económicos. Exuda ‘espiritualidad’ clerical. Un Estado que sofoca, reprime y mata, que considera casi subversiva la participación y discernimiento sociales y ciudadanos, en particular cuando son intentos de los humildes cuyo deber es someterse y obedecer, para enriquecer con su gracia a unos pocos, los ‘elegidos’ desde arriba, es una imagen o alegoría, como se prefiera, un clon terrenal, del Dios clerical.

    El sistema de dominación en América Latina busca unidad y coherencia. Su disfuncionalidad ciudadana, social y humana, su constante producción de irritación e infelicidad, resulta, bajo ciertas condiciones estructurales, funcional. Ya indicamos qué tipo de sangre y aliento clerical corre por sus venas y explica este ‘misterio’. Y qué ‘natural’ resulta en este mundo la tarea cultural de sujecionar consolando que el aparato clerical oferta, personal y masivamente, a sus fieles. Para acceder a este consuelo, solo se requiere, en definitiva, odiarse a sí mismo aunque la fórmula mágica ritual se pronuncie “odiar el pecado”. Como se advierte, en América Latina el ‘problema de Dios’ pasa por la presencia constante, íntima, de los aparatos clericales, o sea de Satanás o el Diablo. Pero no como opción, cuestión que podría resolverse hablando de una constitutiva libertad humana, sino obligatoria inclinación ’natural’, una segunda pero dominante ‘naturaleza’ humana que exige ser vigilada, castigada y ‘resuelta’ por la cordial y ‘salvífica’ institución clerical.

    En términos académicos, el carácter de aparato ideológico del Estado, o la ampliación del alcance del aparato estatal mediante instancias en apariencia particulares de la sociedad, es transparente para la función clerical en América Latina. Históricamente, el campesinado chileno acuñó la siguiente imagen sensorial que condensa el asunto: “Cuando veo que por el camino se acercan, al medio el terrateniente, a un lado el policía y al otro el cura, cojo a mi animal más gordo, chivo o gallina, y corro a esconderme en el monte”. En el imaginario pequeño campesino, se trata de los Jinetes del Apocalipsis, no importa su número. De ellos nada bueno puede esperar el humilde. Esto no impide que, de vez en cuando, el mismo campesino vaya a misa y que en su casa, detrás de su puerta, su familia ostente una lámina no pequeña del Sagrado Corazón de Jesús o de algún santo. Nunca se sabe. Y siempre es bueno contar con la bendición de algún poderoso.


    Resumiendo: cuando se habla del ‘problema de Dios en América Latina’ el campo de discusión y reflexión que se ofrece es el de la complementariedad o conflicto entre las sensibilidades (ethos) civil y clerical de sus sociedades. Pese a las evidentes y estructurales (constantes, invariantes) producciones económico-sociales y culturales “del infierno impune” en esta tierra, la tendencia de estas sensibilidades es de complementación o de amplia cooperación no gratuita. Por esta peculiaridad, Dios calza bien, aunque inicialmente, como misterio. Quiere decir que la existencia humana (la miseria de todos, pero la opulencia material de algunos) no es explicable. Más, intentar explicarla es propio de la soberbia de Lucifer. E intentar modificarla sustancialmente, ‘comunista’ (con los alcances latinoamericanos de satánico, absolutamente perverso, Mal metafísico, ateo, fracaso, perdición, etc.). Un misterio omnipotente sin duda debe parecerles a los pobres mortales autoritario. Y sentirlo déspota, arbitrario. Pero no, es la forma de su misterioso amor. El mismo que encarna su esposa: la iglesia jerárquica. El mismo sentimiento fraterno que, desde su frente social y humano y porque se trata usualmente  personas buenas, a veces es testimoniado por las gentes humildes o algún religioso honesto (los hay), pero siempre con intermitencias y recelos. Esos muchos o contados saben, la historia se los enseña en todos lados, que serán castigados, y brutalmente, por esa indebida felicidad de estar en la fraternidad correcta por sí mismos.



    La cuestión más conceptual acerca del carácter político de Dios

    El mérito de haber realizado indicaciones que hubieran permitido sacar a Dios de los templos y sus autoridades, y de la intimidad de escrutados y acongojados corazones individuales, para remarcar y posicionar su efectivo carácter político, pertenece a algunos autores, a quienes se podría valorar como un sector o tendencia, de la denominada Teología latinoamericana de la liberación (principalmente décadas de los sesenta/ochenta del siglo recién pasado). Son ellos quienes introducen una referencia que desasosiega el tenso, pero a la vez apacible, campo de la seguridad omnipotente del único Dios verdadero del clero cristiano católico y de sus dominaciones.

    La cuestión proviene del Concilio Vaticano II (1959-65) y hace mención a la distinción tradicional y falsa entre creyentes religiosos y ‘ateos’. En la consideración del concilio estos últimos también forman parte del pueblo de Dios (son sus hijos) y pueden colaborar, si actúan de buena fe, con la construcción del Reino aquí en la tierra y con el acceso al Reino trascendente. (5

    Un sector de teólogos profesionales de la liberación acoge el punto dándole la siguiente traducción: lo central o decisivo no es si crees o no en Dios, sino en cuál Dios crees: el de la dominación (muerte) o el de la liberación (vida). Del punto se siguen los corolarios de la lucha de los dioses y de la crítica de la idolatría como un específico frente de lucha política que debería ser de competencia fundamental, aunque no exclusiva, de los creyentes religiosos. Existiría un frente propio de combate sociopolítico para los creyentes religiosos: el de la denuncia y erradicación de los ídolos, o sea contra la adoración de productos (lógicas e instituciones humanamente producidas) que desplazan/reemplazan al Dios verdadero. Los efectos de esta ‘idolatría’ son social y culturalmente la victimización humana y, para los creyentes cristianos y otros, el extravío del Reino.(6)

    Parece un buen programa (jamás concretado en las líneas propuestas por el párrafo anterior), pero descansa en varios equívocos.

    El primero es que la distinción que realiza el Concilio Vaticano II entre creyentes religiosos y ‘ateos’ es ideológica, en el sentido de indicativa y enturbiadora, más que analítica y con efectos de producción de ‘conocimiento’. La sensibilidad que sostiene esta distinción es una clerical y de dominación (dominante) tradicional. La distinción altera un contenido pero mantiene un criterio (7). Desde él, la experiencia humana se divide en creyentes religiosos (acertados) y ‘ateos’ (desacertados, o ‘insensatos’, en opinión de Anselmo de Aosta). Ahora, esto no es así. Tener o no fe religiosa no permite clasificar la experiencia humana en “creyentes” y “ateos”, sino en “creyentes religiosos” y “no-creyentes religiosos”. Se trata de una diferencia para nada baladí.

    En efecto, un ‘ateo’, para el criterio anterior, es políticamente un creyente religioso de signo invertido. Busca destruir a Dios y a la creencia en él. Buena parte de su subjetividad, la dominante, se orienta a examinar a Dios y a sus manifestaciones, para atacarlas. Se trata de un tipo de religiosidad. Contraria sin duda de quien lleva la certeza de Dios en su corazón y “ve” su presencia en toda la creación y, por ello, asume su sentido o sentidos. Pero una relación de contrariedad no implica una diferencia decisiva. Contrarios son dos equipos de fútbol, pero se comportan al mismo tiempo como expresiones de lo mismo.

    Lo efectivamente opuesto de un creyente religioso no es un ‘ateo’, sino un no-creyente religioso. Este último no gira ni personal ni políticamente (si ambas cosas pueden separarse) en referencia con un Dios (Sujeto o Ley) o dioses. Porque no está afectado por una sensibilidad religiosa, lo que sin duda es una posibilidad de la experiencia humana, el no creyente religioso no experimenta angustia ante el ‘problema de Dios’ y sus corolarios. Una línea de una canción del cubano Silvio Rodríguez, un poeta militante, condensa el punto: “Allá Dios que será divino. Yo me muero como viví”. Se trata de existencias paralelas y el “Dios” que cita Rodríguez es el agitado por quienes reclaman como “éxito divino” el eventual derrumbe de la experiencia popular cubana y de las esperanzas y sueños humanos (no excluye las vivencias religiosas) puestas en ella.

    Nadie afirma entonces que la sobrevivencia y ‘éxito’ de la experiencia cubana muestre su superioridad ante Dios. El socialismo contra Dios, digamos. O Dios contra el socialismo. No: lo que canta Rodríguez es que el socialismo cubano depende primariamente del esfuerzo de los cubanos (de su fe antropológica) en contextos que ellos no determinan y que tal vez no controlen. Lo que Dios ‘decida’ (afuera y arriba o dentro de los corazones de los cubanos y no-cubanos creyentes religiosos de diverso tipo) es para él una historia paralela respecto de la cual (ausente de creencias religiosas) Rodríguez no va a pronunciarse. No siente ni la necesidad ni la curiosidad. Pero sí podría sentir la urgencia de trabajar, desde su fe antropológica, con creyentes religiosos, distintos a él pero significativos en tanto cubanos o simpatizantes del proceso cubano, para avanzar y consolidar el proceso social y político en el que él cree y con el que comprometió su existencia. No hay ningún problema especial para un no creyente religioso en este emprendimiento o esfuerzo colectivo que articula diversos que pueden encontrarse y acompañarse. Un ateo, en cambio, quizás renegaría de este esfuerzo o, de participar, lo haría por oportunismo (posponiendo sus reservas por razones de utilidad).

    La distinción, analítica, entre no creyente religioso y ‘ateo’ tiene alcances prácticos que no son los que se siguen del texto equívoco, por demasiado amplio y a la vez unilateral, del concilio. Sin embargo, para entender esto hay que ‘retroceder’ hasta la continuidad del imaginario cristiano-católico previo al Concilio Vaticano II en el que se entreabre alguna puerta a determinados ‘ateos’ y en su obvia prolongación, sin solución de continuidad, hasta el día de hoy.  En la socialización de la tradición cristiana, en particular la católica, su antropología hace del ser humano un ser-para-Dios. Cuando no lo es, su corazón es “estúpido” y lo torna esclavo de una creatura que es “príncipe de este mundo” (Satanás, el Mal o pecado). Pero la persona de Jesús expulsa a este príncipe y el ser humano recupera su capacidad de rechazar el mal y orientarse a su Creador (el Bien). Es inherente a la dignidad humana que la creatura humana glorifique a Dios con su existencia y no permita que lo esclavicen “las inclinaciones depravadas de su corazón”.

    Para esta antropología el ser humano es o libre para glorificar a Dios y encontrar todo su sentido humano en Él (historia y trascendencia, con determinación de esta última) o esclavo del Mal (que debería ser ‘otra’ trascendencia, el Infierno, pero que parece rebajar al ser humano a la inmanencia de su cuerpo y de la historia). Para un comentarista externo, una antropología con estas características sujeciona al ser humano o a Dios o al “príncipe de este mundo”; en ningún caso se trataría de una creatura libre, o sea con capacidad para autoproducir sus condiciones de existencia y optar responsablemente entre las opciones que él mismo crea. (8

    Dios, entonces, aparece como vínculo obligatorio, si el ser humano desea ser expresión de su dignidad de humano-dependiente-o-creatura-de-Dios.

    Ahora, cuáles son los caracteres de este Dios obligatoriamente vinculante, según el imaginario cristiano-católico. Lo central e indisputable es que es Uno, con el alcance de único: “La Iglesia enseña que el Dios único y verdadero, nuestro Creador y Señor, puede ser conocido con certeza por sus obras” (9). Dios es infinitamente perfecto y trascendente (Catecismo, # 41-42). Esto último debe entenderse como ‘sentido’ último de todo lo que existe o, al menos, del ser humano y, también de que todo lo bello, bueno y verdadero que puedan existir en las cosas se sigue de Dios. “Creo en un solo Dios” vinculante para todas las creaturas, es un lema que recoge el planteamiento anterior (Catecismo, # 200). Se puede ampliar esta literatura: “Creemos firmemente y afirmamos sin ambages que hay un solo verdadero Dios, inmenso e inmutable, incomprensible, todopoderoso e inefable, Padre, Hijo y Espíritu Santo, pero una Esencia, una Substancia o Naturaleza absolutamente simple” (Catecismo, # 202, énfasis nuestro).

    Un único Dios uno, entonces, y vinculante. Además, trascendente. Dejemos de lado que solo se ha revelado a una única iglesia y su clero, el católico. Es fácil comprender que ser ‘ateo’ en relación con este Dios se vincule con alguna discapacidad moral o con todas ellas, incluyendo una estúpida fijación de ir en contra de Él. Anselmo de Aosta en el siglo XI calificaba al no-creyente en este Dios de “insensato”, o sea de falto de juicio. Pero también habrá que reconocer que ésta es la opinión de una secta religiosa.(10)  Quien no adscribe a ninguna secta religiosa porque carece de sentimiento religioso, o por cualquier otra razón, no tiene ningún motivo especial para sentirse ‘insensato’ o ‘ateo’. Y además podría tratarse de una bellísima persona (moralmente hermosa y verdadera) que ni aprecia ni desprecia el cielo católico. Según veremos más adelante, esta persona tampoco se agota necesariamente en la inmanencia histórica, tan cercana o idéntica, según juicio clerical, al denostado secularismo. Sin embargo, desde la perspectiva cristiano-católica a esta bella persona le falta algo central: la sujeción al único Dios, y por ello es un tipo de discapacitado moral o, más grave, su ser resulta inferior.

    Bueno, pues en la presentación de este Dios único algunos teólogos de la liberación introducen la cuestión del carácter del Dios en el que se cree. ¿En cuál Dios crees? No se trata del tema propuesto por Gustavo Gutiérrez y pergeñado, quizás descontextualizándolo, por Jon Sobrino: “Cómo decir a los pobres que Dios les quiere”(11) . Esto lo ha hecho el aparato clerical católico siempre. Los quiere pecadores arrepentidos. Los quiere sujecionados a sus liturgias. Los quiere humildes, de rodillas, autocensurados, temerosos… excepto de obedecer (al clero-Dios-único). Y lo ha ‘dicho’ bien, no necesita aprenderlo ni lección alguna, puesto que su dominio se ha prolongado más de quinientos años. Es cierto que no se trata de fe religiosa (casi nadie es efectivamente evangélico en esta bautizada América Latina), pero para efectos de dominación política y cultural es un fabuloso/excelente resultado que algunos esperan no finalizará jamás. Pero, como se verá, la pregunta gestada en América Latina no pretende hacer ‘creíble’ a Dios, “allá él que será divino”, sino que la gente (creyentes religiosos) crea en sí misma para convocar, por su lucha social incidente, la compañía de Dios. Este Dios ‘compañero’, necesita gente que de luchas de liberación para asumir Él el carácter de su amor.

    La pregunta ¿en cuál Dios crees?, altera e irrita la perspectiva tradicional eterna cristiano-católica sobre Dios. Para la pregunta, Dios no se sigue de una institución, o de institucionalidad alguna, sino de una fe religiosa viva y de una opción de vida (practicar la fe de Jesús) y ambas se prueban mediante testimonios (ortopraxis, no ortodoxia). La pregunta dice que en América Latina se presentan ‘en el aire’ y al creyente religioso varios dioses, o al menos dos, y todos ellos reclaman ser El Verdadero, el Único. En este frente, y siguiendo la tradición, solo uno de ellos puede serlo. El otro (s) sería un ídolo o varios.

    Sin embargo, lo más importante de la pregunta es que traslada el acento por el ‘problema’ desde un Dios 'único’ abstracto hacia el testimonio existencial del creyente religioso. El Dios en el que crees, y que es el que va siendo, es el que testimonias con tu vida. Dicho escuetamente, se trata no de la fe en Jesús (también Dios, para el catolicismo), sino de asumir desde determinaciones humanas específicas la fe de Jesús (también ser humano y, por tanto, actuante en condiciones sociohistóricas). En breve, el problema de Dios es el problema de testimoniar sociohistóricamente una fe que vivifica y libera y denunciar y rechazar una fe falsa que coacciona, desintegra y mata.

    Se trata de un reposicionamiento filosófico y político radical. El asunto ya no consiste en “cómo ‘decir’ a los pobres que Dios los quiere”, sino en que los empobrecidos de diverso tipo se organicen desde sí mismos para decirle ellos a Dios que luchan por liberarse de las opresiones sociohistóricas también diversas y que esta lucha la consideran testimonio de su fe en Él porque estiman que el deseo de Dios, su voluntad, se centra en que la creatura humana universal, sin discriminación alguna, resplandezca por su dignidad de creadores hijos de Dios. Y que valoran que su deseo implica que ningún ser humano, ni siquiera en nombre de Dios, ni ninguna de sus producciones, domine (discrimine, explote, reifique, ignore) unilateral y estructuralmente a otros. La cuestión ahora es cómo los empobrecidos socialmente le dicen a Dios que ellos lo quieren y cómo se lo muestran realizando políticamente su voluntad. Y, también, qué tiene Dios, su tradición e instituciones, que decir al respecto.


    En versión del sudafricano Desmond Mpilo Tutu: “Si tú no eres, yo tampoco soy”(12). Tampoco es Dios. La fe religiosa del cristiano obliga a actuar con eficacia para crear las condiciones sociohistóricas para que todos sean “aquí en la tierra como en el cielo”. Para Tutu, una Sudáfrica sin apartheid. Se trata de un programa específico y expresamente político, pero también cultural y, obviamente, ético. Desde su especificidad puede ofrecerse, debe aprender a ofrecerse, como programa universal.

    Reposicionado Dios desde la existencia humana, su perfección absoluta e inefable deja de hacer la historia y ésta la hacen autónomamente los seres humanos o de acuerdo con el plan de Dios (para un tipo de creyentes religiosos) o dándole un sentido liberador, apropiándoselo y comunicándolo (para los no creyentes religiosos, pero sin excluir a los creyentes, puesto que el punto no resulta antagónico) (13).  Rutas paralelas, sociales, religiosas, culturales, étnicas, pueden articularse constructivamente e invitar a Dios a venir a la historia que es responsabilidad humana. Escribe el apóstol Juan: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguien escucha mi voz y me abre, entraré a su casa a comer. Yo con él y él conmigo” (Apocalipsis, 3, 20). Este Dios de Juan se auto convoca a la casa de los seres humanos. Si se lo permiten, entra y come de la comida que ellos han producido y preparado. Y departe con ellos horizontalmente: yo con él y él conmigo. Es ‘otro’ Dios que permite y potencia la creación humana, una co-creación de la que Él disfruta. Es un Dios desde los empobrecidos que se organizan para emanciparse subjetiva y objetivamente de cadenas idolátricas y convocan a Dios estimando que siguen la fe de Jesús de Nazaret: creen en sí mismos y en las capacidades que se requieren para enfrentar con éxito sus desafíos sociohistóricos. Aunque el éxito pase por muchas cruces. Existe una gratificación humana y divina en la lucha.

    La pregunta acerca de en cuál Dios crees se abre de esta manera hacia dos nuevos frentes. Dios, siendo uno, puede manifestarse en pueblos diversos con culturas diversas y también diferenciadamente en distintos sectores de una misma formación social. El ‘pueblo’ de Dios designa una pluralidad existencial humana y, tal vez, un solo Dios, pero asimismo una diversidad de instituciones desde las cuales o por las cuales se manifiestan los sentimientos religiosos. La tendencia es a que desaparezca el monopolio religioso que pretenden poseer las iglesias y que los seres humanos que así lo sientan, puedan testimoniar a su Dios de vida digna y universalizable en el trabajo, la familia, su manera de conducir en la carretera, sus gratificaciones creadoras, su integración sexual personal, y no falsamente mediante la guerra, el menosprecio, la explotación o el clericalismo vertical y sectario. Lo que está en consideración es que distintos pueblos, culturas y sectores sociales ‘sientan’ su religiosidad, puesta en tensión con específicas tareas sociohistóricas, de manera singular y, además, que su experiencia religiosa o de Dios los conmueva integral e integradoramente. Vivir la religiosidad no puede ser socialmente solo una experiencia en los templos bajo autoridad clerical. Puede incluir funciones clericales, pero no exclusivamente ni tampoco unilateralmente autoritarias.

    Desde este enfoque, lo que liga a la diversidad de experiencias de religiosidad es su apuesta existencial de liberación, pero ésta, como todo empeño humano, puede fallar, desviarse o fracasar, porque los seres humanos no son dioses y sus acciones se inscriben en contextos y subjetividades que no controlan enteramente. Dios es entonces universal, y único en el sentido de básico, pero se pone de manifiesto pluralmente, bajo muchas formas. Dios, para la plural experiencia cultural humana, es legítimamente polimorfo y ninguna de sus existencias trascendentes es superior o inferior a las otras, así como las culturas diversas no pueden ser comparadas en términos de ‘superiores’ e ‘inferiores’. Todas, y cada una, contienen factores integradores y desagregadores, de apoderamiento de vida y de autodestrucción, todas y cada una procuran ser funcionales y todas y cada una contienen disfunciones que pueden conducir, en entornos hostiles, a su colapso. Que la religiosidad, bajo su reductiva y autoritaria forma clerical y sacerdotal no se constituya ni prolongue como una de estas últimas es un programa cultural y político liberador y popular (14).

    Desde la perspectiva propuesta se pueden entender las nuevas formas de asumir el ecumenismo y la gestación de una categoría original: la de ‘macroecumenismo’. Inicialmente la expresión ‘ecumenismo’ designó un acercamiento (diálogo, liturgias compartidas) entre confesiones clericales (en la perspectiva católica bajo su hegemonía, por ser la “única” religión revelada). La nueva perspectiva hace del ‘ecumenismo’ una articulación política entre religiosidades que testimonian compromisos de liberación social y política. Incluye, por tanto, el acercamiento entre iglesias que se abocan a tareas de liberación (no exclusiva ni principalmente del ‘pecado’) dentro y fuera del templo (15). El esfuerzo clerical se hace, de esta manera, parte autónoma (discernimiento de los ídolos y su superación) de un emprendimiento político colectivo popular mayor: una sociedad cuyas instituciones y lógicas testimonian la fe de Jesús de Nazaret (desde la perspectiva de los grupos evangélicos) aunque carezca oficialmente de fe religiosa evangélica.

    Insistamos en el cambio de posicionamiento de la pregunta sobre Dios. De pensar en Él e imaginarlo, la noción crítica de ecumenismo lo encuentra y reconoce en prácticas existenciales de diversos que hacen de sus vidas (no necesariamente ‘religiosas’) o un templo o un emprendimiento colectivo. Estos aparentes lugares distintos constituyen en realidad un articulado ejercicio de liberación. El ‘problema de Dios’ pasa por buscarlo en uno mismo como vigor expresivo de testimonios sociales liberadores.

    El concepto de macroecumenismo condensa el imaginario anterior y lo amplía al enfatizar la articulación de grupos de creyentes religiosos con otros tipos de luchadores sociales populares y liberadores (como los campesinos, por ejemplo, o quienes rechazan la discriminación de sexo-género) y también, desde la realidad latinoamericana, la posibilidad de reconocimiento y articulación entre  los factores y emprendimientos liberadores contenidos en las religiosidades de las distintos grupos y naciones que configuran el cuadro étnico de América Latina. En este movimiento y movilización nadie evangeliza a nadie. Las prácticas y conceptos del ecumenismo y del macroecumenismo se ligan con la imagen de una religiosidad que ‘sale del templo’ (humano, físico, institucional) e irradia su fe antiidolátrica en los distintos frentes sociales de lucha popular reconociendo, acompañando y dándose identidad y autoestima como expresión de una nueva manera de vivir la fe antropológico-religiosa, o de existirla.

   El segundo campo abierto por la pregunta en cuál Dios crees es principalmente conceptual con alcances políticos. Se trata del vínculo entre fe religiosa, propia de la identidad de los creyentes religiosos y diversa tanto de la religiosidad (expresión cultural de la fe) como de la institución clerical (instancia sociohistórica y, en América Latina, aparato de poder). En las sociedades latinoamericanas el habla ha hecho de la fe religiosa la única fe o la fe por excelencia. La asocia de inmediato, además, con una opción clerical. La forma existencial de la pregunta, ¿en cuál Dios crees?, rompe también con este estereotipo. En efecto, además de la fe religiosa, y antecediéndola, como su matriz, está la fe del ser humano en sí mismo (confianza, esperanza) y, por el carácter inevitablemente social de su experiencia, la confianza en sí mismos de los grupos humanos y emprendimientos colectivos (como, pueblo, nación o movimiento social popular) que se dan la capacidad para fijarse metas desde sí, tensionarlas con utopías liberadoras y procurarse o producir los medios para alcanzar sus metas. A esta disposición subjetiva y testimonial, orgánica, se la considera fe antropológica.(16)


    La categoría de ‘fe antropológica’ es portadora de un ethos sociocultural moderno. Lo es porque afirma que el ser humano es productor del sentido de su existencia, ya sea que busque ese sentido apoyándose en algún Otro, ya sea que lo produzca en sentido estricto apoyándose en sí mismo y en su historia que es la historia de comunidades conflictivas. El ser humano es intencionalmente productor de sí mismo y esta producción es a la vez confianza y capacidad, ‘temor y temblor’: una apuesta. Produce su existencia porque, en tanto, humano, no la encuentra enteramente producida y posee la capacidad de discernir sus situaciones (examinarlas críticamente). La capacidad de que carece el ser humano es el de la certeza de sus decisiones: constituyen un envite. En este punto se abre otra manera de entender la lucha entre los dioses: o el ser humano duda y reniega de su fe antropológica y busca refugio en un Dios-clero o imaginario que le proporciona absoluta certeza de salvación o absoluto desamparo derivado de su sujeción o, desde su fe antropológica, se siente capaz de convocar a un Dios compañero (no de absoluta certeza) o simplemente a otros seres humanos para caminar juntos en una producción de humanidad liberada y creadora. La última de estas decisiones es la que directamente puede vincular a creyentes religiosos, que integran su fe antiidolátrica mediante su tradición de salvación y la apuesta insegura pero autónoma, y creyentes no-religiosos (antropológicos) que hacen de su plural y diversificada lucha radical por liberaciones específicas el o los sentidos de su existencia efectiva. Ambos grupos aparecen empeñados en la autoconstitución radical de sus identidades efectivas y en la producción de humanidad, una tarea quizás querida por Dios, pero que está en manos de los seres humanos.

    La historia, o historias humanas, un proceso creador, es responsabilidad de los seres humanos. Dios no la dirige, porque eso quebraría la libertad de su creación, pero puede acompañarla. Se trata de un esfuerzo por articular constructivamente fe religiosa, el envío a la esfera privada que de ella hace la sensibilidad moderna (libertad de conciencia y obligatoriedad sólo de lo jurídico, responsabilidad) y la gratificación derivada de ser creador de sí mismo. Dios no ha muerto. Acompaña, agradece, celebra los triunfos, lamenta los fracasos, las derrotas, las desviaciones. Tiene fe en su pueblo. Pero su pueblo debe tener fe en sí mismo.

    En otro ángulo, la cuestión por el carácter del Dios en el que se cree y vive se configura como una nueva lectura, desde una específica y conflictiva América Latina, por el rango, cobertura y operacionalización de la alienación (reificación) en la humana historia de su autoproducción como proceso abierto (sin ‘naturaleza’). En breve: el Dios-judeo-cristiano que parece exigir una iglesia autoritaria podría ser un ídolo o muchos. Se trataría de una aplicación singular de la crítica de los sábados que matan (instituciones que domestican y niegan las necesidades humanas, entre las cuales la axial es ser autocreador) planteada en los evangelios por Jesús de Nazaret. (17)

    Todavía un aspecto de este campo de cuestiones existenciales que, para el creyente religioso, se abren hacia una caracterización de su vivencia y testimonio de lo divino. Que la pregunta, ¿en cuál Dios crees?, se extienda a la consideración de que, en relación con las cosas humanas, el ser humano sea dios para él mismo (es decir que sea creador y responsable) parece justificar a quienes sostienen que tras este posicionamiento se mueven sentimientos deicidas sostenidos por un imaginario secularizado y que, por tanto, este tipo de sensibilidad, pensamiento y discurso no solo rompe con la religiosidad sino que es antirreligioso. Por supuesto, quienes así reaccionan identifican inercialmente religiosidad e incluso fe religiosa con su propia bandería eclesial. Pero no es necesario abundar en este punto.

    Si se abandona la anterior identificación arbitraria entre fe religiosa e institución clerical, advertimos que lo religioso en el mundo occidental, y también en las culturas originales de América Latina, hace referencia a una relación necesaria del ser humano con un principio trascendente (divinidad) derivado o de la naturaleza de las cosas, en tanto ellas son comprendidas por la razón humana, o de una revelación que ese principio trascendente hace a los seres humanos, o de una combinación de ambos factores. El común denominador es el principio trascendente que puede o no ser una persona pero que siempre desempeña un papel o función de Sujeto.

    Sin embargo, en la tradición clerical cristiano-católica ‘trascendente’ se interpreta mediante el paradigma de la separación alma//cuerpo con predominio unilateral de la primera. De esta manera el Sujeto Divino resulta trascendente en el sentido que está más allá de toda experiencia posible a los seres humanos pero a la vez, por su carácter superior, proporcionándoles todo su ‘verdadero’ significado teleológico. El destino del ser humano estaría entonces fuera de sí mismo, en un más allá espiritualizado, origen y meta que no resulta de su humana producción genérica y que, por ello, no puede ser comprendido por sus propias fuerzas, ni comunicado con propiedad.  Colocarlo ‘más acá’, en el campo de la historia y de su comprensión/pasión, se transforma de esta manera en ‘deicidio’, asesinar a Dios y extraviar absolutamente al ser humano de su esencia y finalidad. En otras palabras, colocar la existencia humana en un ‘mero’ más acá, sin Dios, sería reducirlo a la inmanencia propia (e ignorante) del secularismo moderno.

    Pero si se aparta el criterio de escisión cuerpo//alma, por ser factor de una ‘espiritualización’ indebida al interior del mensaje evangélico que, además, bloquea la comprensión de las acciones humanas y las empeña a una administración autoritaria, la trascendencia puede entenderse como la práctica inevitablemente singularizada o particular  (sociohistórica) de humanidad universal, esta última entendida como un proceso abierto, sin finalidad pero con un sentido, o varios, que los seres humanos producen y del que deben apropiarse para comunicarlo y avanzar en emprendimientos comunes. En esta percepción, la inmanencia de la acción sociohistórica se ve tensionada por la trascendencia de la producción política y cultural de una especie humana que se autoconstituiría como un proceso abierto desde su libertad y capacidad creadora. Conceptualmente, inmanencia y trascendencia dejan de estar escindidos como cuerpo y alma y se tensionan mutuamente (imbrican) sin que ninguno agote la experiencia humana o permita hablar de una ‘esencia’ de él. En términos categoriales existiría una trascendencia inmanente a la sociohistoria: sería la producción de humanidad genérica o universal. Pero esta humanidad genérica no tendría una capacidad de canon o de finalidad última para la especie porque se trataría de un proceso abierto, o sea de una trascendencia preñada por una inmanencia que es muchas opciones y posibilidades. Luego, los no-creyentes religiosos pueden asumir la trascendencia de la experiencia humana sin necesidad de postular un Sujeto absoluto, divinidades o una ‘naturaleza’ humana. Existe una trascendencia inmanente a las acciones humanas, y una inmanencia trascendente imprescindible en un proceso abierto de producción de humanidad. Pero ninguna de estas categorías, ni el imaginario que las sostiene, permite proponer y proponerse un Sujeto Absoluto.

    La importancia político-cultural de este alcance es que la incompatibilidad entre creyentes religiosos y creyentes antropológicos sin fe religiosa, centrada, con otros factores, en la dualidad cuerpo//alma y en la trascendencia teleológica (finalista y esencial de esta última) de un Dios Sujeto, o se debilita o desaparece. En su reemplazo puede aparecer, como hemos anotado antes, un Dios que acompaña los emprendimientos sociohistóricos orientados a producir política y culturalmente humanidad genérica, de modo que la especie no se diga únicamente de su carácter genético o biológico. El punto es el referente más amplio, por ejemplo, de un ‘culto mariano’ popular, que vincula a las personas no con la madre/virgen María, creación institucional oficial de alguien y algo no humanamente factible, sino con la madre efectiva que sufre por el dolor del hijo y lo acompaña hasta la muerte. Es a esta María humana y que soporta con su hijo las victimizaciones de los poderosos, a la que acuden, como compañía y confidente, muchas madres humildes (y a veces sus parejas) que se identifican en sus padecimientos y amor por sus hijos (aunque no sean dioses, o tal vez precisamente porque o no lo son o sus madres no lo creen así) con la madre de Jesús de Nazaret. Su afección les viene de sentirse compartiendo muchas cruces y también sueños y esperanzas

   En términos más inmediatos, la colaboración política y cultural de creyentes religiosos que adhieren a una Filosofía de la Historia con no-creyentes religiosos que se autoconvocan desde su fe antropológica, que es inevitablemente situada y social, para producir humanidad, resulta enteramente factible. Las creencias más íntimas e identidades de estos grupos no son incompatibles y los llevan a reconocerse. De esta manera, pueden acompañarse y colaborarse mutuamente. Algo semejante podría predicarse para los acompañamientos culturales y políticos entre pueblos y naciones con creencias religiosas diversas en tanto cada una de ellas asume éticamente tareas propias de procesos de humanización. Lo que hasta el momento las hace enfrentarse y despreciarse o ignorarse… es que su encuentro se traduce en desencuentro en el marco de sistemas y lógicas de dominación. Transformar liberadoramente esos sistemas y sus lógicas e instituciones es algo que objetivamente interesa a todos (incluso a Dios), excepto a quienes se ocupan en sostener los privilegios exclusivos y excluyentes que se siguen de sus imperios.

    Si se ha seguido la discusión hasta aquí, se podrá concordar, como conclusión de esta parte del debate, en que el 'problema nuclear de Dios' en América Latina ha sido la históricamente notoria ausencia de un político Dios popular. De él podría escribirse parafraseando un texto clásico: “Ya se le ve a Dios por los caminos, un día y otro, a pie, en marchas sin término de cientos de kilómetros, para llegar hasta los ‘olimpos’ gobernantes a crear y conquistar sus derechos. Ya se le ve a Dios, armado de piedras, de palos, de machetes, en un lado y otro, cada día, ocupando las tierras, fincando sus garfios en la tierra que le pertenece y defendiéndola como si le fuera en ello la vida. Se le ve llevando sus cartelones, sus banderas, sus consignas, haciéndolas correr en el viento por entre las montañas o a lo largo de los llanos. Y ese Dios de estremecido rencor, de justicia reclamada, de derecho y libertad pisoteados, que se empieza a levantar desde las tierras de Latinoamérica, ese Dios ya no parará más. Irá creciendo cada día que pase. Porque ese Dios lo forman los más, los mayoritarios en todos los aspectos, los que acumulan con su trabajo las riquezas, crean los valores, hacen andar las ruedas de la historia y que ahora despiertan del largo sueño embrutecedor a que los quisieron someter. Porque esta humanidad de los empobrecidos, este Dios, aletargado, ha dicho “¡Basta!” y ha echado a andar. Y su marcha de gigante ya no se detendrá más”(18).
 
   Si esa marcha existiera, no habría ningún problema de Dios en América Latina.
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    Notas


   Notas


  (1) Hago únicamente dos referencias enteramente insospechables acerca de la debilidad de su funcionamiento. Son insospechables porque provienen de autores radicados, para ellos felizmente, en el sistema. En una primera aproximación, y escribiendo para el PNUD, Guillermo O’Donnell señala: En la mayor parte de América Latina “… las agencias estatales carecen frecuentemente de eficacia, la efectividad del sistema legal a través de las distintas categorías sociales y el territorio está truncada y las pretensiones de ser estado-para-la-nación no son creíbles para muchos” (Notas sobre la democracia en América Latina, p. 11). Bruce Ackerman, profesor en Yale, redacta: “La burocracia central es corrupta y desmoralizada (…) Los altos funcionarios no ejercen un control disciplinado de los subordinados. Suelen permitir que sus inferiores creen enclaves de corrupción y embrutecimiento (…) El sistema judicial al estilo europeo también falló. Los jueces no están bien pagos, están desmoralizados y son corruptos (…) el Estado por lo general no proyecta un nacionalismo al estilo europeo” (¿Hacia una síntesis Latinoamericana?, p. 6)
 
  (2) Probablemente un 80% de la población ha sido bautizada como católica, pero solo un 10% de ese porcentaje asiste a misa con regularidad. Brasil y México son los dos países del mundo con mayor número de bautizados católicos. Sin embargo, el punto del catolicismo latinoamericano debe ser entendido más como una identificación o inercial o superficial que como un compromiso de fe religiosa.

  (3) En realidad, para este imaginario toda autoridad (paterna, gubernamental, policial, clerical ‘verdadera’, etc.) es trascendente y su obediencia a ellas lleva al Reino.

  (4) Citado por Carlos Santamaría: “Fertilización in vitro y “guerras culturales”, en La Nación (periódico), 21/11/08, p. 35A, San José de Costa Rica, paréntesis nuestro.

  (5) Cf. Gaudium et spes. El planteamiento sobre el ateísmo está centralmente en el capítulo I, en los numerales 19-21. La apertura a los ‘ateos’ aparece en este último numeral.

  (6)  Un texto básico de esta forma de pensar es el trabajo del Equipo DEI: La lucha de los dioses (San José, Costa Rica/Managua, Nicaraagua).

  (7) Gaudium et spes diferencia entre varios expresividades de ‘ateísmo’ y ateos. Padecerían de ‘ateísmo’ de manera diferenciada pero concurrente, quienes niegan Dios expresamente, los que afirman que nada puede decirse acerca de él, los que critican metodológicamente la teología, los cientificistas que niegan la existencia de una verdad absoluta, quienes exaltan al ser humano y vacían la fe en Dios, quienes imaginan un Dios ‘malo’ que nada se parece al de los evangelios, los indiferentes a las cuestiones religiosas y quienes lo cifran en su violencia protesta contra el mal en este mundo (Gaudium et spes, # 19). Sin duda una lista en exceso amplia y en la que podrían tener cabida la mayoría de pastores católicos (quienes imaginan un Dios ‘malo’ que nada tiene que ver con el de los evangelios). Cuando se habla desde la autoridad inapelable se puede olvidar que se tiene techo de vidrio.


  (8) Hemos reseñado esta antropología de sujeción del documento Gaudium et spes. La libertad humana consiste en el reconocimiento necesario de Dios, no en su capacidad de crear y optar con responsabilidad (que es la valoración moderna de libertad). Un texto clave señala: “Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente (Gaudium et spes, #16, énfasis nuestro). El documento elude la cuestión de la responsabilidad aduciendo que en la época actual la libertad se enciende a veces “como si fuera pura licencia para hacer cualquier cosa, con tal que deleite” (#16). El truco ideológico consiste en reemplazar ‘responsabilidad’, una cuestión objetiva y social, por ‘deleite’, un calificativo subjetivo, caprichoso por individual, aunque también admite un carácter social.

  (9) Catecismo de la Iglesia Católica, # 47. Cito este documento por ser oficialmente insospechable. La referencia, en su sencillez, remite al carácter único de Dios (Un Solo Dios), Creador y Señor de la creatura humana y la referencia al realismo o naturalismo ético: el bien y la verdad están en las cosas… porque las hizo Dios.

  (10) Se utiliza aquí ‘secta’ sin ningún alcance peyorativo. Se trata del conjunto de quienes siguen una doctrina religiosa que se diferencia de otras, o sea particular. El clero católico alega que su doctrina se sigue de la revelación del único Dios, pero es su estimable afirmación y nada más.

  (11) Citado por J. Sobrino en la “introducción” a Mysterium Liberationis, t. I, p. 9, UCA editores.

  (12) La versión de Tutu, de opción anglicana, es distinta: “Yo soy si tú eres”. Se ha preferido aquí la versión negativa, que indica con más vigor, al enfatizar al 'otro', el núcleo activo, político, de la sentencia.

  (13) Desde luego, existen asimismo sectores sociales que querrán mantener la discriminación, explotación, reificación, como legítimas y necesarias, incluso derivadas de mandatos divinos, pero para el criterio expuesto, por definición, resultan idolátricos. Veneran al “sábado que mata”.


  (14)  'Popular' es una categoría de análisis. En su alcance político apunta hacia quienes han sido despojados socialmente de sus capácidades como sujetos... y lo saben. Por esto último se organizan y dan testimonios en la lucha de poseer esa capacidad que ofrecen a otros.

 

  (15) Esta imagen del creyente religioso en un Dios de la Vida actuando como tal “fuera del templo” recibió un significativo apoyo del protestante Consejo Mundial de Iglesias en las décadas de los setenta y ochenta del siglo pasado.

  (16) La categoría ha sido expuesta por Juan Luis Segundo en un texto clave: El dogma que libera, págs. 369-370. También puede encontrarse en su artículo independiente “Revelación, fe, signos de los tiempos”, en Mysterium Liberationis, t. I., págs. 443-466.

  (17) En este aspecto resulta importante el trabajo de F. J. Hinkelammert, Las armas ideológicas de la muerte, que liga este campo de la vivencia de la fe y la producción teológica con la teoría del fetichismo mercantil en el marco más amplio de una corriente de análisis que llama Economía y Teología.

  (18) Adaptación libre de la II Declaración de La Habana (Fidel Castro, 1962), p. 485.
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      Bibliografía citada:

    Ackerman, Bruce: “¿Hacia una síntesis latinoamericana?”, en La democracia en América Latina. El debate conceptual, Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (2004), Aguilar, Buenos Aires, Argentina, 2004.
    Castro, Fidel: “II Declaración de La Habana”, en La Revolución Cubana. 1953/1962, Era, México, 1972.
    Catecismo de la Iglesia Católica, sde, 1992.
    Concilio Vaticano II: Constitución Pastoral (Gaudium et spes) sobre la Iglesia en el mundo moderno, Paulinas, 16 reimpresión, Santafé de Bogotá, Colombia, 2003.
    Ellacuría, Ignacio, Sobrino, Jon (editores): Mysterium Liberationis. Conceptos fundamentales de la teología de la liberación, 2 vols.,  UCA, El Salvador, San Salvador, 1991.
    Equipo DEI: La lucha de los dioses. Los ídolos de la opresión y la búsqueda del Dios liberador, DEI/Centro Antonio Valdivieso, San José de Costa Rica-Managua, Nicaragua, 1980
    Juan (apóstol): "Apocalipsis de Jesucristo", en La Biblia Latinoamericana, Paulinas/Verbo Divino, LXXIV edic., Madrid, España, 1972.
    O’Donnell, Guillermo: “Notas sobre la democracia en América Latina”, en La democracia en América Latina. Hacia una democracia de ciudadanas y ciudadanos, Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (2004), Aguilar, Buenos Aires, Argentina, 2004.
    Santamaría, Carlos: “Fertilización in vitro y “guerras culturales”, en La Nación (periódico), 21/11/08, San José de Costa Rica.
    Segundo, Juan Luis: El dogma que libera, Sal Terrae, Bilbao, España, 1989.

    Otra bibliografía:

    Gallardo, Helio: Habitar la tierra, CEE, México, 1994.
    Gallardo, Helio: Siglo XXI: Producir un mundo, Arlekín, San José de Costa Rica, 2006.
    Larraín Ibáñez, Jorge: Modernidad, razón e identidad en América Latina, Andrés Bello, Santiago de Chile, 1996.
    Morandé, Pedro:"Cultura y modernización en América Latina", en Cuadernos del Instituto de Sociología, Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, 1984.
   Segundo, Juan Luis: ¿Qué mundo? ¿Qué hombre? ¿Qué Dios?, Sal Terrae, Bilbao, España, 1993.
    Segundo, Juan Luis: Ese Dios, Observatorio del Sur, Montevideo, Uruguay, 2006.
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