Participan las teólogas María van Doren y
Rebeca Montemayor (febrero 2006).
Inserción de la intervención posterior de
Marco Antonio Quesada Sánches 

 

 

    Las notas reproducen  aspectos de un encuentro  con el grupo Observatorio Eclesial mexicano.

Fueron también expositoras las teólogas María van Doren y Rebeca Montemayor (Febrero, 2006).

Se inserta la intevención de Marco Antonio Quesada Chaves, estudiante de teología (noviembre 2007).
 

« ¿No te tengo a ti en el cielo?;
y contigo, ¿qué me importa la tierra?...
Para mí lo bueno es estar junto a Dios »
(Sal 73 [72], 25. 28).

Numeral 9 de Deus caritas est.
 

    Introducción.

    Esta encíclica sobre el amor cristiano, Deus caritas est (2006, enero), en latín, ha llamado la atención por ser la primera de Benedicto XVI, un Papa que despierta polémica por su comportamiento cardenalicio pasado y por la manera en que consiguió ser electo para el cargo. El texto mismo tiene un interés literario porque no sigue la forma usual de las encíclicas, sino que se organiza más bien como un artículo académico. Algunos comentaristas, que desean ser críticos, califican el escrito de “inteligente” y “sutil”, pero aquí debería realizarse una observación de fondo. La perversidad nunca es inteligente y este es un texto perverso en tanto tiene la forma de una directriz desde el poder de Dios que el autor del texto representaría. Desde luego, no se trata de Dios, sino de la exposición del imaginario católico más ortodoxo y éste, al menos para la época moderna, es perverso, entre otras cosas porque otorga sanción divina a las discriminaciones contra la mujer, contra el cuerpo y contra la felicidad y remite esta sanción a una metafísica del pecado que hoy es notoriamente sobrerrepresiva. Ampliaremos esta indicación más adelante. Aquí solo se enfatiza que lo maligno y perverso, lo retorcido, nunca es inteligente porque retorna, en algún momento (que para los católicos puede ser el día del Juicio Final) contra quien lo esgrime. En términos más conceptuales, la inteligencia no puede predicarse de una matriz o sistema perversos. Equivale a decir que los nazis eran inteligentes porque organizaban en filas a los judíos para tornar más ordenadas las duchas de gas con que los asesinaban. O que los españoles fueron inteligentes y se ahorraron trabajo al amaestrar perros para despedazar a los indígenas de América durante la Conquista. La perversidad puede ser eficaz, pero no inteligente. Y este texto de Benedicto XVI ni siquiera es eficaz. Es torpe y burdo.

    Tampoco se trata de una producción sutil. Para comprobarlo, basta ver que despierta reacciones de indignación. Si fuera sutil, generaría admiración y luego repulsión. Pero lo que levanta es indignación. Y esto porque tiene la sutileza de un hipopótamo en una tienda de cristales. Recordemos solamente que en un momento el texto alega que el matrimonio monogámico se sigue del monoteísmo judío: “A la imagen de Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo” (# 11). Ahora, el pueblo judío, monoteísta, practicaba la poligamia y ésta era legal y moral, de acuerdo a la ley de Moisés. Se tenía esposas y concubinas y su limitación era estrictamente económica. José tenía una sola esposa, María, porque era pobre. Aunque la ley se los prohibía, los reyes David y Salomón fueron polígamos. Los judíos también se divorciaban (el marido entregaba a la mujer una carta de divorcio y la despachaba y ambos podía casarse de nuevo). En lo que sí eran drásticos los judíos era con el adulterio. Se castigaba con la muerte de los adúlteros (Deuteronomio, 22, 22). Para los judíos ésa era la palabra de Dios. Así que seguir el matrimonio monogámico de los esponsales del pueblo judío con un único Dios, para fijar en el segundo “la” medida del amor humano de pareja, no resiste ninguna referencia histórica: los judíos practicaban la poligamia y el monoteísmo al mismo tiempo. Se trata de un argumento grosero y patético por desinformador que contiene, además, un agravio: considerar bobos a los lectores católicos. Benedicto XVI desprecia a sus lectores. El texto dice: “Miren católicos, no piensen. Crean y repitan mis inepcias”. Un texto así, y podrían multiplicarse los ejemplos, despierta indignación, y si la despierta revela que no es sutil y, también, que muchos católicos no son bobos y no están para comulgar con la desvergüenza intelectual que campea en Deus caritas est.

    Quedaría realizar alguna observación sobre por qué algunos pueden considerar el texto como “inteligente”, cuando es perverso, y “sutil”, cuando es burdo y grosero. Bueno, este Papa tiene prestigio de “intelectual” y de “teólogo”, entonces se supone que habrá de producir textos ‘intelectuales’, rigurosos, penetrantes. Obviamente, se le mira desde un estereotipo. Porque el antiguo cardenal Ratzinger, y actual Papa Benedicto XVI, es un teólogo y un intelectual, pero al interior del imaginario de la ortodoxia institucional católica y esto, en términos modernos, empobrece y vacía su potencia (si la tuviera) intelectual. Ratzinger-Benedicto produce textos que no buscan convencer sino posicionar una ortodoxia: lo que debe ser obedecido. Este texto, como en su momento, Dominus Iesus, o la Instrucción sobre algunos aspectos de la Teología de la Liberación, son señales de mando, órdenes, y buscan incidencia política: todos ellos dicen: “Miren, esto es el catolicismo, por aquí vamos. Lo que no va por aquí es herejía”. La iglesia jerárquica no busca convencer a nadie. Lo que espera es que se le obedezca. Y por eso arroja sobre la gente, y en particular sobre ‘su’ gente, ortodoxia. Por supuesto, lo hace desde un prestigio. Y también debe reconocerse que los textos jerárquicos no siempre están dominados estrictamente por la ortodoxia, como ocurre con documentos del concilio Vaticano II. Pero los actuales son tiempos de ortodoxia. Y entonces aparece un texto como Deus caritas est en el que se dice a los creyentes que su fe religiosa no participa de ninguna ideología y que en tanto personas de fe no se preocupen de transformar el mundo porque el que vaya como va es asunto de Dios (un misterio) y, en menor medida, del Estado.

    Si uno se preguntara por qué, desde el punto de vista jerárquico, éstos son tiempos de ortodoxia, entonces se puede seguir una pista muy fuerte: lo que la prensa y los políticos llaman “globalización” ha evidenciado que el mundo de este capitalismo no puede contener la universalidad de la experiencia humana. Funciona desde principios y lógicas de exclusión que empobrecen a los seres humanos y generan ‘ganadores’ y ‘perdedores’ en la economía, el género, las culturas y la geopolítica. El desafío es que esto contiene no la relatividad de los valores sino el paralelismo y enfrentamiento de valores y racionalidades, además de su pluralidad. No se da, entonces, la economía global, la geopolítica de la guerra global preventiva contra el terrorismo, la cultura del consumo, el patriarcado… no contienen ni dan un mundo de valores universalizable. Un autor (Huntington) proclama la necesidad de la guerra de Occidente contra el Resto del Mundo (The West against the Rest). La pareja Toffler anuncia para el siglo XXI la guerra de “los pobres contra los ricos” (se trata de una guerra de exterminio). La desarticulación de tramas sociales en todo el mundo y en cada región genera una “crisis de valores”. Para superar esta “crisis de valores” habría que detener la globalización, la geopolítica y las lógicas animadas por el principio de discriminación. Es decir habría que transformar revolucionariamente este mundo. Por supuesto los poderes reinantes, no lo harán ni quieren que otros lo hagan. Entonces en la iglesia católica jerárquica, y en otros sectores, surge la idea de que es posible recubrir este mundo de injusticia perversa, que parece conducir a la autoaniquilación o en el que revientan disfunciones, con un sistema “ético”, o sea con unos “valores”, que coronen la desagregación, la explotación, la guerra, la discriminación, y la injusticia universales. El naturalismo y realismo católicos, y su monopolio del ‘pecado’, servirían admirablemente para este fin. Ratzinger conversó de esto con un “filósofo”, Habermas, en el 2004. La idea o intuición es instaurar una nueva cristiandad, como en el medioevo. La ortodoxia católica ve en esta situación la posibilidad de recuperarse (y vengarse) de la modernidad y de la Reforma. Por eso es que se encuentran en la encíclica de Benedicto XVI tesis explícitas acerca de que los seres humanos no deben preocuparse por transformar el mundo, porque Dios lo quiere así como es (#35-36), y si hay que transformarlo, Él lo hará, o, todavía más malignamente, cómo el texto separa amor de justicia y los enfrenta, incluso en Dios (# 10), pero particularmente haciendo de la justicia una tarea estatal purificada, y esto quiere decir determinada, por el ‘amor a y de Dios’, o sea por un criterio metafísico y ético cuyo único intérprete ‘verdadero’ es la jerarquía católica. Así, la tarea estatal queda tutelada por esta jerarquía. Luego, ésta es una encíclica oportunista, además de perversa. Lo que sí no se discutirá aquí es si esta desalmada oferta de la jerarquía católica para que le devuelvan el comando ‘ético’  universal puede prosperar.

    El posicionamiento del imaginario católico ortodoxo

    Aquí realizaremos algunas indicaciones breves sobre la concepción católico-ortodoxa jerárquica del mundo o imaginario católico. Haremos aproximaciones temáticas y también algunas de procedimiento. Una concepción de mundo contiene un criterio acerca de lo que es real, del papel del ser humano o de su naturaleza en esa realidad, una o varias tesis sobre la sociabilidad humana fundamental y sobre el carácter de su relación con sus entornos (cuestiones ambientales). En los textos de la iglesia católica, además, se encuentra siempre una declaratoria de “identidad” institucional. Para establecer o posicionar sus contenidos las concepciones de mundo se apoyan en determinados procedimientos o lógicas de argumentación. De la concepción del mundo se siguen ideologías específicas.

    Como es obvio, el imaginario católico se apoya en la realidad objetiva de Dios. Existe un Dios ‘real’ que crea el mundo objetivo. Dios es ‘real’ porque existe enteramente perfecto antes y fuera del mundo humano y el mundo es también ‘real’ porque tiene esas mismas características. Este imaginario es el más corriente en el Mundo Antiguo. En la tradición filosófica se le conoce como realismo y naturalismo. También como idealismo filosófico. Ahora, la realidad de este Dios exterior y superior, perfecto, y del mundo objetivo de acuerdo con el ‘orden’ (estructuración jerárquica) que Dios ha dispuesto para él, es fundamento metafísico y ontológico para el ser humano y, al mismo tiempo, lo vincula moralmente: es obligatorio. Lo ‘real’ es fundamento metafísico y moral. La libertad humana consiste entonces en la capacidad para discernir esta realidad y su ‘verdad’ ontológica fundamental y en obedecerla. Por eso María es el símbolo de la libertad. Cuando se le anuncia que engendrará al hijo de Dios, contesta “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lucas, 1,38). Una mujer moderna habría pedido al menos una identificación, o habría preguntado porque debería ser la madre del hijo de Dios. Pero María no. Asume la voluntad de Dios sin más. Esta noción de “libertad” filosóficamente es determinada como ‘reconocimiento de la necesidad’. Deus caritas est finaliza (#41,41) con una reseña de esta católica devoción mariana y con una versión del Ave María. Con independencia de lo positivo que pueda tener, la noción de libertad como ‘asunción de la necesidad’ (sujeción) no es moderna. La noción moderna de libertad supone producir opciones y tener capacidad para discernir entre esas opciones de modo de conseguir gratificarse con esa elección y de comunicar esa gratificación. No se discute aquí cuál de estas nociones y prácticas de libertad es mejor, si no cuál es moderna, o propia de la modernidad y cuál no. Lo que entendamos por libertad humana es central para las diversas concepciones de lo que el ser humano hace y es: o autoconstitución o criatura de otro y ser para ese Otro (antropología). Con estas observaciones, y de paso, hemos esbozado el fundamento del católico culto mariano: ser siervos o esclavos de Dios. Esta idea no es moderna. Para la modernidad, los seres humanos se autoproducen desde sí mismos (autonomía) en entornos que no dominan enteramente o que permanecen siempre relativamente indeterminados. En cambio, para el católico ortodoxo “la verdad os hará libres” se traduce como algo absolutamente cierto que está ahí fuera (la verdad) y que uno se la puede meter en el bolsillo… siempre y cuando obedezca a la jerarquía clerical, o sea la parte institucional que ostenta el monopolio de la voluntad divina.

    Para la época moderna, la verdad es una producción y un proceso abierto. Nadie la tiene, se nutre de un debate a partir de procedimientos básicos aceptados por el colectivo de gente que la produce (científicos). Por ello ‘la’ verdad no es moralmente obligatoria. Lo obligatorio, o vinculante, es lo legal, lo jurídico. Y esto porque lo legal tiene que ver con ‘facilitar’ la coexistencia humana.

    Cuestiones de procedimiento

Leo que un periodista encuentra en Deus caritas est una “recuperación del amor erótico, al lado del agapé— amor que se da desinteresadamente” (Universidad, N° 1655, 03/06). Estimo que se trata de una afirmación fácil de polemizar. Lo que hace el texto de la encíclica es, primero separar eros (amor entre varón y mujer) y agapé (amor fundado en la fe religiosa), o amor posesivo o utilitario y amor oblativo o gratuito y, después de separarlos, volver a juntarlos, pero esta vez predeterminados por el sistema de valores católicos en los que se enfatiza la purificación del eros: “… el eros quiere remontarnos en éxtasis hacia lo divino, llevarnos más allá de nosotros mismos, pero precisamente por eso necesita seguir un camino de ascesis, renuncia, purificación y recuperación” (# 5). Recuperación del cuerpo humano (que el texto identifica con lo biológico, “degradado a puro sexo”) desde su renuncia y purificación. El amor erótico, es decir el placer, se somete a la ley ‘purificadora’ de Dios, exigencia objetiva. No se da ninguna recuperación del eros, sino su purificación desde un universo de valores incontestable pero no por ello menos arbitrario, excepto para quienes tienen la “experiencia de fe religiosa” en ese curioso Dios que crea el cuerpo humano, lo dota de una disposición clara y abierta hacia su gratificación y luego le exige “purificarlo”. El procedimiento es entonces, separación, después lectura arbitraria de los elementos aislados seguida de su recomposición desde un universo de valores ideológicos y autoritarios, recomposición que también resulta arbitraria. Este procedimiento es uno de los dispositivos de lo que en filosofía se llama ‘idealismo’ y más o menos quiere decir que se despoja a fenómenos de sus características sociohistóricas, se les aísla y luego se les recompone desde las representaciones y valoraciones que (deshistorizadas) se posee sobre esos mismos fenómenos. En el texto este procedimiento no solo se aplica a eros y agapé sino también a la relación cuerpo-alma y a la articulación entre existencia en la fe religiosa y opciones político-ideológicas por la justicia.

    Que este es el procedimiento de la encíclica es evidente. El texto no habla de las parejas sociohistóricas, sino de los conceptos de ‘eros’ y ‘agapé’ tal como se los quiere, descontextualizadamente, leer en la tradición filosófica griega antigua. No se trata, por tanto, de las parejas humanas, sino de ideologías acerca de eros y agapé. Según Benedicto XVI, el eros “se celebraba (…) como fuerza divina, como comunión con la divinidad” (# 4). No es necesario discutir aquí si era ésta efectivamente la opinión de los griegos, pero modernamente se entiende que ‘eros’ (que la encíclica identifica reductiva y arbitrariamente con “carne” y “biología”) designa una pulsión gratificadora básica para la autoproducción de las personas, pulsión orientada hacia el crecimiento vital y que se expresa en condiciones subjetivo-objetivas que la pueden apoderar, frustrar, tornar regresiva y autodestructiva, sublimar, etc. Por fundamental, el eros es trascendental y contiene asimismo la trascendencia humana (simbólica) en su propia práctica. En términos más inmediatos esto quiere decir que una pareja de enamorados encuentra en sus relaciones exaltaciones, pero también angustias y frustraciones que los empequeñecen o hacen crecer como personas y que su relación los recrea y hace perdurar como seres humanos. Modernamente no se requiere de ninguna divinidad para ser feliz o infeliz en el amor. Y por ello una afirmación como “… el eros quiere remontarnos en éxtasis hacia lo divino, llevarnos más allá de nosotros mismos, pero precisamente por eso necesita seguir un camino de ascesis, renuncia, purificación y recuperación” (# 5) es arbitraria e ideológica. Para entregarle valor se le debe conceder previamente absoluta legitimidad en asuntos de amor a la autoridad de Benedicto XVI y a la ortodoxia católica, cuestión que los católicos deben considerar y decidir, aunque no se les conceda legitimidad para hacerlo.

    Ahora, el autor del texto papal sabe esto porque menciona en su apartado 11 el mito  judío de Adán y Eva y allí la pareja humana aparece ligada a condiciones socioeconómicas objetivas (“ganarás el pan con el sudor de tu frente”, o sea trabajando) y a tensiones de gratificación-dolor subjetivas (“parirás con dolor” se le dice a la hembra, a la que además se la amenaza con eterna precariedad debido a su sujeción al varón (Génesis, 4,16). Pero Benedicto XVI no hace un uso antropológico moderno de este texto, sino que lo emplea con otro propósito, también ideológico, al que haremos referencia más adelante.

    Luego, un concepto como ‘eros’, y cualquier concepto, alcanza sentido dentro de un determinado discurso. Cuando Deus caritas est lo sigue de la existencia de Dios y de su agapé, entonces requiere de “renuncia y purificación”. Si modernamente se lo vincula con autoproducción personal y no se hace intervenir a Dios en él (aun cuando se tenga fe religiosa) entonces se lo comprende, con sus altibajos, como una relación de pareja orientada a la gratificación (felicidad) e irradiación de autoestima (sexual, emocional, simbólica, etc.). En este último caso, y dicho reductivamente, la relación sexual de la pareja produce el mundo. Mejor: las relaciones libidinales, uno de cuyos referentes es la relación de pareja humana, produce el mundo. En el universo ideológico de la ortodoxia católica, la voluntad de Dios traducida por la iglesia jerárquica determina las condiciones y niveles en las que una pareja puede desear ser feliz. Si no cumple con ese mandato, entonces este mundo de Dios se le viene encima a esa pareja por “desviación destructora”, “falsa divinización” (idolatría), “ebriedad” e “indisciplina”, “degradación” (#4) y la ortodoxia puede darse el gusto, esta vez sí recurriendo a los tiempos modernos, de sentenciar: “Pero el modo de exaltar el cuerpo que hoy constatamos resulta engañoso. El eros, degradado a puro ‘sexo’ se convierte en mercancía, en simple ‘objeto’ que se puede comprar y vender; más aún, el hombre mismo se transforma en mercancía” (#5). Este último texto tiene apariencia moderna porque en él todas las relaciones humanas, y todas ellas tienen un componente libidinal, aparecen desgarradas y trastrocadas por la forma-mercancía. En ellas los seres humanos devienen cosas y el ‘eros’ se torna autodestructivo.

    En la encíclica, sin embargo, el texto culmina el mismo proceso de separación y recomposición desde un cuerpo de valores arbitrario por injustificado. Esta vez se ha aplicado a la separación “cuerpo” y “alma” (a la que se identifica con ‘espíritu’) y a su reunificación desde la superioridad del alma. Como en todo engaño, el embaucador se jacta de su truco: “El hombre es realmente él mismo cuando cuerpo y alma forman una unidad íntima; el desafío del eros puede considerarse superado cuando se logra esta unificación” (#5). ‘Unidad’ íntima, pero sometida a una sobredeterminación espiritualizada. Tal vez por este tipo de jactancia retórica el periodista malentiende que la encíclica ha ‘recuperado’ el amor erótico cuando lo que ha hecho es purificarlo con el amor oblativo, es decir con el sacrificio del cuerpo, sacrificio al que se considera como expresión de ‘verdadera libertad humana’. La mujer y el varón y los homosexuales, por decir algo, deben sacrificar su cuerpo y necesidades personales a Dios. Este mismo Dios requiere que los seres humanos unan sus vidas mediante el sacramento del matrimonio. Etc. Esta es la versión de la ortodoxia. Y lo que esta versión niega es la concepción y práctica modernas de la diversidad de experiencias humanas, de la gratificación y el placer y de la autonomía y autoestimas ligadas a las relaciones que las personas pueden establecer con otras personas y sus entornos.

     Posiciones del imaginario clerical católico ortodoxo

    Ya indicamos que el imaginario clerical católico ortodoxo (a esta alturas es redundante agregar “jerárquico”) funciona mediante la afirmación de un orden objetivo dispuesto por Dios y que es el fundamento de una verdad objetiva y de obligaciones morales también objetivas. El ser humano aparece así como criatura subjetivamente obligada tanto por la verdad ontológica del mundo como por su exigencia moral. Todos estos factores se presentan como ‘naturales’. Se trata de una naturalización metafísica y moral del mundo. Así como el mundo tiene una naturaleza también la tiene el ser humano. Solo cuando cada factor cumple con su naturaleza goza el ser humano de libertad. De esta manera, cuando eros está sobredeterminado, o purificado, por agapé, alcanza su verdadera y exacta naturaleza. Esto facilita posicionar metafísica y religiosamente el amor humano: “¿Cómo hemos de describir este camino de elevación y purificación?” (#6). La pregunta solo tiene sentido dentro del imaginario clerical católico que subordina el eros al agapé. Al igual, un eros autónomo, sin agapé, resulta una aberración porque ha ‘extraviado’ su naturaleza, o sea lo que le es propio porque Dios así lo ha dispuesto. La metafísica clerical católica contiene de esta manera una heteronomía (el sentido del ser humano está fuera de él, de su historia) de tipo autoritario, un autoritarismo. Su matriz es autoritaria y su sentido es autoritario.

    Se puede examinar este autoritarismo (de tendencia totalitaria) en el tratamiento que se da a las relaciones entre política (Estado) y fe religiosa (#28). Desaparecido el marxismo (?), afirma Deus caritas est y debido a la globalización de la economía, “la doctrina social de la Iglesia se ha convertido en una indicación fundamental, que propone orientaciones válidas mucho más allá de sus confines” (#27). Ya está planteada la premisa básica: las opiniones de la jerarquía resultan fundamentales más allá de su feligresía. Lo siguiente es de nuevo el rito argumental de la ortodoxia. La justicia, tarea del Estado, es cosa de la razón práctica. Pero la razón (sin más) debe ser ‘purificada’ por la fe religiosa que se ocupa de “la relación con el Dios vivo”. Advirtamos que el argumento descansa en la identificación entre fe religiosa en “el Dios vivo” y jerarquía de la iglesia católica, cuestión obviamente abusiva o al menos discutible. Regalando esta identidad, sin embargo, se sigue que no es tarea de la jerarquía católica participar en política pero sí lo es purificar su razón y darle formación ética. Esto porque “La doctrina social de la Iglesia argumenta desde la razón y el derecho natural, es decir, a partir de lo que es conforme a la naturaleza de todo ser humano”. De este modo la palabra de la jerarquía vale como matriz y determinación de justicia para cualquier situación política en cualquier tiempo ya que a la jerarquía “le corresponde contribuir a la purificación de la razón y a reavivar las fuerzas morales, sin lo cual no se instauran estructuras justas, ni éstas pueden ser operativas a largo plazo”. De esta manera se acepta hipócritamente la tesis moderna de autonomía del Estado (#28), pero se la niega en la práctica mediante el monopolio de la ‘purificación’ de su razón. Con este procedimiento también la ‘verdad’ de cualquier política resulta sobredeterminada por el juicio clerical. Se trata de un integrismo vergonzante antimoderno. Mediante él, la jerarquía católica se confiere una tuición moral universal.

    En el documento de Benedicto XVI esta tuición es, además, oportunista. Deja a los laicos la lucha política práctica y la generación y adscripción a ideologías. La caridad cristiana carece de ideología, solo “se deja guiar por la fe que actúa por amor” (#33). En tanto tal, no puede ser juzgada sino por Dios, o sea por la jerarquía al mando y su subjetividad (sobre la estructura jerárquica y el mando, véase #32). De esta manera los errores, desviaciones y crímenes…políticos resultan de la acción de laicos insuficientemente “purificados” por el juicio clerical. ‘Dios’ no tiene nada que ver con la injusticia social.

     Podemos resumir lo expuesto hasta ahora:

    a) el mundo posee una verdad objetiva dispuesta por Dios; esta verdad objetiva es moralmente vinculante para los seres humanos;

    b) debido a que el amor cristiano es agapé (caritas), la iglesia jerárquica tiene tuición moral sobre todo y todos, es sacramento, o sea obligación objetiva y subjetiva;

    c) debido a su carácter sacramental y a su responsabilidad moral la jerarquía tiene la obligación natural de “purificar” la razón y acciones humanas. No la conduce en esto ninguna ideología, sino el “amor de Dios”, o sea la fe religiosa.

    Como se advierte, Dios, el mundo y la jerarquía signan un mundo de obligaciones, no de capacidades y fueros humanos para autoproducirse (este es el tema moderno de derechos humanos) generando su autoestima. Para el imaginario católico esto es soberbia irredimible (Luzbel), secularización (expropiación del clero) y pecado (separación metafísica del verdadero orden del mundo).

    Peculiarmente, Deus caritas est no menciona el término pecado. Sin embargo este referente metafísico (separación de Dios e introducción de la discordia (injusticia) entre los seres humanos) es un referente central de su imaginario y de su institucionalidad: la jerarquía administra monopólicamente el pecado debido a su asociación (matrimonio) con Dios. De este monopolio deriva su poder y prestigio terrenales, no de la caridad. El correlato del ’amor’ de Dios es el temor humano, no la fe religiosa.

    El mundo moderno descansa, en cambio, en una fe antropológica, es decir en la confianza en que los seres humanos pueden transformar este mundo de modo de eliminar entera o casi enteramente sus carencias y alcanzar la felicidad. Por ejemplo, producir alimentos para todos mediante las ciencias y las tecnologías. Empoderar a todos para que alcancen control sobre sus existencias personales y sociales mediante la educación y la capacidad republicana y democrática. Etc. Esta fe antropológica no es incompatible con la fe religiosa, pero sí lo es con la autoridad clerical ‘purificadora’. Que las formaciones sociales modernas no materialicen este imaginario de fe antropológica no impide que él haya sido planteado y exista.

    En cambio el imaginario católico jerárquico ortodoxo hace del ser humano un esclavo tenso entre la sujeción absoluta (María) y el pecado (Satán). Instala asimismo un juez superior, jerarquía = Dios, que discierne lo natural (propio) de lo antinatural sin error posible. La institución clerical católica, identificada arbitrariamente con la fe religiosa, se ubica así fuera y por encima de la historia y reina sobre la infelicidad y el temor humanos. La autonomía de éstos es considerada satánica, su autoestima, soberbia.

    El imaginario católico jerárquico ofrece seguridad a cambio de sujeción u obediencia. El imaginario moderno pide a los seres humanos arriesgarse y comprometerse con la aventura de producir su existencia. No se dice aquí que una cosa sea mejor que la otra. Lo único que se quería enfatizar con estas notas es que el imaginario católico jerárquico no es moderno. Y que quien quiera autonomía y control sobre su existencia (“Católicas por el derecho a decidir”, por ejemplo) deberá moverse fuera de este imaginario y criticarlo. Y si el movimiento progresa, deberá enfrentar la expulsión. Una observación de un pensador mexicano, Carlos Monsiváis, en un texto que dedica al asesinato masivo de mujeres en Ciudad Juárez, sirve para poner de relieve lo que está en juego: “En el trato patriarcal hacia las mujeres, la violencia ha sido en demasiados países el régimen feudal más prolongado. En la Edad Media del machismo se golpea, se viola, se frena el desarrollo civilizatorio, se asedian las libertades psicológicas y físicas, se mutila anímica mente, se eleva el miedo a las alturas de lo inexpugnable” (Monsiváis: Relativizar el crimen). Ahora, esta Edad Media del machismo tuvo y tiene como factor constitutivo el imaginario católico ortodoxo. Esto es lo que está en juego.

    Aunque muchas cosas pueden agregarse a estas notas, conviene terminar quizás con algunas observaciones puntuales sobre el texto que refuerzan la introducción a la comprensión del imaginario católico ortodoxo que lo anima:

    a) en tanto la justicia es responsabilidad de la sociedad y el Estado (#28), el católico expresa su amor mediante obras caritativas paliativas y subsidiarias sin contenido político. Esto quiere decir que el amor de Dios no tiene contenido político, no se puede ser militante político desde el amor de Dios. Por ello el referente de valores del amor católico se articula con fe, esperanza y caridad, no con justicia. Un texto de la encíclica condensa bien este planteamiento de espiritualización (deshistorización) del cristianismo católico: al católico “ le aliviará saber que, en definitiva, él no es más que un instrumento en manos del Señor; se liberará así de la presunción de tener que mejorar el mundo —algo siempre necesario— en primera persona y por sí solo. Hará con humildad lo que le es posible y, con humildad, confiará el resto al Señor. Quien gobierna el mundo es Dios, no nosotros” (/#28). A esto debe agregarse que Dios es un misterio. Si lo comprendemos, entonces no es Dios (Agustín de Hipona, #38);

    b) ratificando el criterio de discriminación patriarcal que anima al imaginario institucional católico, la encíclica elige entre los dos relatos del Génesis sobre la creación de la especie humana, el segundo. En él, Adán se aburre, Dios lo duerme y le extrae una costilla de la que surgirá la mujer, Eva. Lo más importante es que Adán le da nombre, tal como venía haciendo con otros animales y objetos. Al nombrarla, le entrega naturaleza y la subordina, como si fuera su Dios. Como se recordará, la dependencia de la mujer se acentúa tras el pecado: es condenada a la sujeción al varón-marido. Benedicto XVI pudo haber escogido el primer relato del Génesis sobre la creación del ser humano. En él Dios crea a la mujer y al varón al mismo tiempo y con caracteres semejantes, es decir sin principio de discriminación: “Creó, pues, Dios al hombre a imagen suya: a imagen de Dios le creó; los creó varón y hembra” (Génesis, 27). Se prefiere, sin embargo, el texto que contiene un principio de dominación de género;

    c) Deus caritas est realiza una lectura literal, excepcionalmente estrecha, de la parábola del samaritano: “Según el modelo expuesto en la parábola del buen Samaritano, la caridad cristiana es ante todo y simplemente la respuesta a una necesidad inmediata en una determinada situación: los hambrientos han de ser saciados, los desnudos vestidos, los enfermos atendidos para que se recuperen, los prisioneros visitados, etc.” (#31). Los católicos no deben ocuparse en tanto tales (en tanto su experiencia de fe) de las condiciones que producen hambre, desnudez, enfermedad. Sobre eso pueden orar (cristianos) o trabajar políticamente como ciudadanos y laicos, pero sin comprometer la institucionalidad clerical y sin pretender cambiar el mundo. En la lectura de Benedicto XVI la parábola del samaritano diría solamente que se debe auxiliar las necesidades de otros caso por caso. Esta lectura mutiladora entra en conflicto incluso con la interpretación que se da de la misma parábola en el numeral 15: “Mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí y que yo pueda ayudar.” Aunque esta lectura es también torpe (porque hacer ver la ayuda como capacidad o poder propio de alguien que no se beneficia humanamente de ella, o sea como una acción unilateral y no como empresa conjunta que reúne a los seres humanos para producir humanidad) hace del comportamiento del samaritano una regla universal que no excluye la comprensión de las condiciones sociales que producen las carencias propias y de otros. La lectura a la letra de cualquier texto evangélico es asimismo reductiva. Jesús no enseñaba, en el sentido de dictaba, sino que proponía parábolas para que se aprendiera a aprender. La del samaritano muestra que un corazón abierto transforma el statu quo y produce humanidad.

    Insistamos sobre un punto: Deus caritas est no constituye enseñanza del magisterio, sino básicamente constituye una señal de ejercicio del poder. Por aquí, dice Benedicto XVI, van la iglesia y con ella el catolicismo. He aquí claramente la ley. Ustedes sabrán qué hacer con ella. Según los evangelios, el samaritano, una no-persona, supo.

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Referencias: Segundo, Juan Luis: El evangelio puede matar.
Monsiváis, Carlos: Relativizar el crimen.
Gallardo, Helio: Habitar la tierra.